Hace un par de semanas estuve en la casa de campo de unos amigos con motivo de un taller muy interesante. Había mucha gente congregada. Y de entre todas las personas, recuerdo especialmente a una madre con su hija pequeña, la cual estaba aprendiendo a caminar (muy parecida, por cierto, a la de la foto).
En un momento dado, la cría se dio un tremendo golpe en la boca contra el parqué del suelo. Así que os podéis imaginar cómo reaccionó: llorando a pleno pulmón, berreando y pataleando sin parar. Era lógico: el impacto fue muy fuerte y ella era sólo un bebé.
Observando a la pobre criatura en su duro trance, reparé en algo que me llamó mucho la atención y que he tenido oportunidad de comprobar en otras ocasiones y con otros niños pequeños: cuando lloran porque algo (físico o no físico) les duele mucho, llegan a quedarse casi sin aliento. Es decir, lloran con tal intensidad, de tal modo, que sacan de sus pulmones hasta la última molécula de aire. Si sus padres, u otras personas, no les dicen algo como Venga, no llores más o Ya está bien, si nadie les reprime (algo nada recomendable), lloran y lloran sacando afuera todo el dolor, toda la angustia y el malestar que les atenaza... hasta que no queda ni rastro en su interior, hasta que se quedan completamente limpios. Y digo ni rastro porque la chiquilla que hoy protagoniza este texto, tras cinco minutos de estar berreando sin parar, se le pasó por completo. Entonces volvió a jugar y a sonreír como si absolutamente nada le hubiera ocurrido. A ese fenómeno lo bauticé con la expresión Sacar la basura a la calle. ¿Por qué?
Si nosotros limpiamos a menudo nuestra habitación, nuestra casa, si sacamos todos los días la basura a la calle, ¿por qué no expresamos, sacando al exterior, todo aquello que nos causa malestar... cuando toca? ¿Por qué no tomamos ejemplo de los niños? A la protagonista de este artículo no le importó, en modo alguno, que hubiera mucha gente delante, ni interrumpir con su llanto las conversaciones que algunos estábamos manteniendo, ni quedar mal ante nadie, ni tampoco el qué dirán. En ningún momento dejó de hacer lo que hizo... porque le supiera mal o por puro decoro. Simplemente, lo hizo: sacó todo su dolor hacia fuera. Y digo bien: todo su dolor.
Un denominador en común que caracteriza a las enfermedades físicas y psíquicas es aquello que el individuo deseaba, en lo más profundo, expresar, y que, comoquiera que fuese, no terminó expresando.
El dolor, el sufrimiento, el malestar: son tóxicos, son basura. Y si la basura no la sacamos a la calle para que el camión la recoja a diario, tenderá a acumularse peligrosamente en nuestras casas, con todo lo que eso supondrá: cucarachas, ratas, piojos, bichos, infecciones, enfermedades, miseria...
Del mismo modo, aquello que es inarmónico y que mantenemos guardado o escondido en nuestro interior, tiende a pudrirse, a fermentar, a oler mal conforme pasa el tiempo. No quiero dar a enteder, necesariamente, que tengamos que berrear como la niña de antes cada vez que sentimos un gran malestar o un gran dolor. Bueno... si así lo sentimos, perfecto. En realidad, se trata de expresarlo, de canalizarlo, hacia fuera. Puede ser a través del llanto, a través de la escritura, mediante la expresión corporal (haciendo teatro o bailando), el ejercicio físico, las artes marciales, gritando... El cómo no es lo que más importa, lo que más importa es que salga la porquería hacia fuera, y que, a ser posible, no quede ni rastro de ella: que el interior quede limpio.
La basura, mejor en el basurero que en el interior de nuestra casa. Cuestión de sentido común. Cada cosa en su sitio.
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