Una historia de amor

Caminando diez minutos desde mi casa, junto a las vías del ferrocarril, dirección Villanueva de Castellón, queda un campo abandonado de aproximadamente una hectárea que transito con cierta frecuencia y que fue desbrozado y arado hace cosa de un año. Sin embargo, al poco tiempo, coincidiendo con el principio de la primavera, comenzaron a brotar en él de forma completamente espontánea multitud de plantas con flores y diversos arbustos.

Hace poco más de un mes, se sumaron a esa comunidad botánica unas cinco o seis plantas de acelgas, no más. Todas ellas de unos cuarenta centímetros de altura y que ubiqué perfectamente en distintos lugares del mencionado campo.

Por esos mismos días, después de un paseo dominical, ya de regreso hacia mi casa, pasé junto al campo y me fijé en una de las plantas de acelgas. Era igual en tamaño y altura a las otras que habían crecido en el mismo campo, solo que ésta era la que quedaba más cerca del sendero que discurre paralelo a la parcela, así que decidí coger algunas de sus hojas para comerlas en la cena.

Me acerqué a la planta con mucho cuidado, y aunque era muy exuberante, decidí coger sólo unas hojas, no todas, para no esquilmarla. También evité coger las hojas en las que reposaban caracoles. Y luego, cuando hube terminado, le di las gracias por aquellas acelgas tan hermosas, tan verdes y tan grandes. Y me despedí de ella.

Anteayer, volví a pasar junto a la parcela y me quedé tremendamente sorprendido, porque de entre todas las plantas de acelgas que había, solo la que yo había utilizado para coger hojas había crecido, ¡más de un metro! Es decir, que el resto de acelgas del campo mantenían un tamaño en torno a los cuarenta o cincuenta centímetros, mientras que la planta de la que yo había cogido hojas superaba el metro de altura. Estando todas en el mismo terreno y habiendo sido regadas con la misma lluvia. Asombroso.

A lo largo de los años, he visto muchas acelgas salvajes crecer en zonas cercanas a las huertas, pero jamás había visto una acelga salvaje crecer por encima de un metro de altura. Vamos, ni de lejos.

Entonces, llevado por una corazonada, decidí hacer una comprobación: cogí unas pocas hojas de las otras acelgas y de la planta de acelga gigante y las cociné todas ellas por separado para ver si había diferencia en el sabor. ¡Y lo había! Mientras que el sabor de las acelgas normales era ligeramente amargo, el de las hojas de la acelga gigante era especialmente dulce (el amor es dulce). Y esto no era por casualidad.

El caso es que cuando me reencontré con la acelga gigante sentí una profunda emoción acompañada de un gran certeza. Supe, sin lugar a dudas, que el amor (la delicadeza, el cuidado, la consideración) con el que yo había tratado a esa planta la revitalizó, la hizo crecer muy por encima de sus compañeras, y la llevó a dar numerosas y grandes hojas de un color verde intenso, creando un vínculo conmigo. Y también supe, con total seguridad, que la planta creció para hacerse bien visible ante mis ojos y para así poder llamar mi atención. Para que yo me acercara a ella y me comiera sus deliciosas hojas. Para que ella pudiera vivir en mí. Para poder caminar, para poder tener ojos, para poder vivir como un ser humano a través de mí.

Ahora, una parte de ella vive reencarnada en mí.
En mi cuerpo, en mi mente y en mi corazón.
Y es capaz de escribir estas humildes palabras
de reconocimiento y agradecimiento.

Ahora,
querida y hermosa acelga,
tú eres yo.
Y yo soy tú.


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