Es una palabra que mucha gente detesta (fundamentalmente, porque se nos ha enseñado a detestarla). Sin embargo, si no fuera por lo que representa este vocablo, ninguno de nosotros estaríamos vivos. Lo digo, más que nada, porque, en su día, aproximadamente unos quinientos millones de espermatozoides de nuestro padre compitieron para fecundar el óvulo que dio lugar al ser humano que somos. Y de esos quinientos millones, sólo lo fecundó el más rápido, el más fuerte y el más capaz de todos ellos, es decir, el mejor.
Sí, el óvulo que aportó nuestra madre sólo, y exclusivamente, se mostró receptivo ante el mejor de todos esos millones de espermatozoides. Y cuando ese espermatozoide único, especialmente dotado, penetró en su interior, el óvulo se cerró inmediatamente, impidiendo que ningún otro (menos capacitado) pudiera entrar.
¿Alguno de vosotros hubiera preferido que dicho óvulo hubiera sido fecundado por un espermatozoide lento, o débil, o con alguna clase de tara? Porque, con toda certeza, si esta hubiera sido la norma regente en la Naturaleza, nuestra especie se hubiera extinguido hace millones de años.
Pero la Naturaleza es sabia. Y todo lo que en ella acontece responde a una perfección sobrehumana.
En consecuencia, los mecanismos que de forma natural tienen lugar en nuestro cuerpo nos enseñan que en algunos momentos es tan necesaria para sobrevivir la competencia (como en el caso de los espermatozoides, cuando se proponen fecundar el óvulo) como la cooperación (como en el caso de los leucocitos que luchan juntos para defender la integridad territorial de nuestro cuerpo, o el de las células especializadas que se agrupan para conformar tejidos, órganos y sistemas).
Lo cortés no quita lo valiente.
Comentarios
Publicar un comentario