Hace cosa de diez años, conocí a una mujer de unos cuarenta y tantos en cuya historia personal pude constatar con rotundidad cómo la mente humana (y en particular, el inconsciente) puede llegar a modelar, e incluso marcar a fuego, la vida de un ser humano. A veces, de un día para otro.
La referida amaba el ballet desde que era pequeña. Por encima de todas las cosas. Así que sus padres la apuntaron a una academia para que lo aprendiera en cuanto cumplió seis años.
Ella brillaba con luz propia de entre todas las niñas de su clase. Poseía un talento natural. Y evolucionaba por el parqué, danzando bellamente y con agilidad, como una ninfa absolutamente grácil, elegante y resuelta.
Cuando cumplió once años, cambió a una academia de mayor categoría, donde tuvo como instructor a un reconocido bailarín ya retirado de los escenarios, el cual descubrió más pronto que tarde su desacostumbrado talento, y al cual la joven muchacha idolatraba.
Un día, el maestro le dijo: Aprovecha estos años de esplendor, querida. La vida de una bailarina es corta. Cuando crezcas y te hagas mayor, se acabará. Y ella, inconscientemente, lo asumió. Asumió lo que aquella figura de autoridad, que ella tanto admiraba, había sentenciado.
A los once años, Paula medía uno cuarenta y cinco...
Y el tiempo pasó, y cumplió años. Y siguió midiendo uno cuarenta y cinco hasta el mismo día en que la conocí. Nunca creció más.
Su cuerpo se quedó, para siempre, con la apariencia de una niña de once años.
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