A finales de los años ochenta, un hombre cercano a mí, esposo y padre de familia, médico de profesión, sin haber cumplido aún los cincuenta años, fue diagnosticado de una grave fibrosis pulmonar.
Algunos de sus mejores amigos, también médicos, le recomendaron viajar a Estados Unidos, a la Clínica Mayo, concretamente, para tratar de salvar su vida. Así que allí se fue con su mujer.
Sin embargo, la enfermedad empeoró y el referido empezó a usar una máquina de oxígeno portátil para poder respirar, pues sin ella se ahogaba, le faltaba el aire. Y siendo que al otro lado del Atlántico, al cabo de unos meses, no terminó encontrando la cura, los médicos estadounidenses le derivaron al hospital de Harefield, en Inglaterra, especializado en trasplantes, como último recurso, en un intento de revertir la situación.
Tal que así, el matrimonio se desplazó en un avión ambulancia a su nuevo destino y el hombre fue sometido a un trasplante de pulmón. Sin embargo, a los pocos días de tener lugar la operación una infección fatal acabó definitivamente con su vida.
Todavía recuerdo, nítidamente, las numerosas ocasiones en las que este buen hombre, en confianza, y privadamente, sobre todo después de sus desencuentros con su mujer, me decía: Ya no puedo más. Marisa no me deja ni respirar.
Yo fui testigo de aquella muerte con dieciocho años. Y fue a partir de aquel preciso momento cuando empecé a comprender cómo las emociones determinan, a veces trágicamente, la realidad corpórea y la salud del ser humano.
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