La dama solitaria

 

 
Hace ya algún tiempo, contactó conmigo una mujer de unos cuarenta años que deseaba acudir a mi consulta. Pero no para solucionar un problema de salud, ni para mejorar su alimentación, sino para resolver un conflicto que estaba empezando a amargarle seriamente la existencia.

Cuando vino a la primera consulta, me quedé bastante sorprendido con su porte distinguido. Me refiero a una elegancia natural que no estaba basada en el lujo ni en lo ostentoso sino en el buen gusto, la naturalidad, la sencillez y en unas formas de comportarse impecables.

Enseguida me di cuenta de que esta mujer necesitaba sentirse escuchada, por lo que me presté con muy buena disposición a hacerlo. Y aunque su verborrea era un tanto acentuada, confieso que, al mismo tiempo, era un placer escucharla, porque aparte de mostrar una inteligencia fuera de lo normal, me explicaba su situación de tal manera que parecía un relato novelado fascinante, con un dominio magistral del lenguaje y del vocabulario.

A lo largo de las dos horas de esa primera consulta fui tomando nota de lo más relevante, y cuando acabamos, simplemente, le recomendé que en lo sucesivo anotara en una libreta cualquier emoción destacada asociada a un hecho o a un pensamiento importante para poder abordarlas en la siguiente consulta. Luego, la cité a tres semanas vista.

El problema que vivía esta señora consistía en que le costaba enormemente encajar en, prácticamente, cualquier grupo humano. Quizá por su forma de vestir, de expresarse, por su vasta cultura o por el altísimo nivel del listón donde colocaba sus valores humanos, sea como fuere, la gente tendía a rechazarla. Y ella, a su vez, sentía rechazo por los demás.

En un momento dado, casi al final de la segunda consulta, le pregunté si le gustaban los niños, a lo que me contestó que sí, que mucho. Y acto seguido le pregunté que qué tal se llevaba con ellos, a lo que me dijo que fenomenal. Especialmente, con sus sobrinos, que eran más de diez (de distintos hermanos).

Entonces, dando por sentadas mis conjeturas, le dije lo siguiente: Cuando tú estás con tus sobrinos, los más peques, tú te adaptas a ellos, en tu forma de comportarte, en tu forma de hablarles, en tu modo de interactuar… Eres dulce con ellos. Eres comprensiva. Eres tolerante. Y lo eres porque los amas. Por eso, no te cuesta hacerlo. Te sale de forma natural. Incluso si tienes que decirle algo importante a un sobrinito tuyo, tú te arrodillas, te agachas para ponerte a su altura, para hablarle de tú a tu, para crear empatía. Y tu amor por ellos es tan grande que no les exiges ni esperas que se pongan a tu altura ni que se adapten a ti. Fundamentalmente, porque sabes que no podrían. Porque no tienen aún la suficiente capacidad ni la suficiente madurez.

Apenas verbalizada mi última frase, los ojos de esta buena mujer empezaron a humedecerse, hasta que rompió a llorar. Y tal que así, recomponiéndose de su comprensible emoción, me dijo, textualmente: Ahora lo comprendo todo. Gracias, Carlos, por hacérmelo ver.

No supe de ella hasta cuatro o cinco meses después, cuando contactó conmigo por correo electrónico para decirme, llena de alegría, que un nuevo grupo de amigos le había organizado una fiesta sorpresa por su cumpleaños y que estaba encantada de la vida.

Me alegré en el alma;
como si yo mismo hubiera estado en su propia piel.

Comentarios