Los bebés o los niños muy pequeños se caracterizan, entre otras cosas, por su incontinencia: la de sus esfínteres, la de sus emociones, la de sus deseos, la de su apetito... Cosa completamente normal y natural en esa etapa de su vida. Es algo propio de la falta de madurez tan característica de esas edades.
Lo suyo es que, conforme el niño va creciendo vaya adquiriendo, progresivamente, un mayor control sobre sus esfínteres, lo que le permite, por ejemplo, tener una mayor autonomía. Sin embargo, en el mundo en el que vivimos actualmente podemos encontrarnos con demasiada frecuencia a una gran mayoría de adultos incapaces de contenerse. Incapaces, me refiero, de contener sus emociones, sus deseos o sus apetitos.
Este fenómeno social no sorprende cuando uno se da cuenta del proceso de adoctrinamiento y masiva infantilización al que ha sido sometida la población, especialmente, a lo largo de las últimas décadas. Por eso, hoy en día es tan habitual encontrarse a personas adultas, tanto hombres como mujeres, que se comportan exactamente igual que un niño o un adolescente. Sí, visten como adolescentes, hablan como adolescentes y actúan como ellos: sin contención alguna. Es decir, sin ningún control sobre sus propias vidas.
El equilibrio en un ser humano adulto se asienta entre la expresión genuina de lo que uno es y lo que uno siente y la contención. No estoy hablando de represión sino de contención. La represión daña. La contención equilibra y sana.
Pero de ninguna de las maneras puede haber contención sin madurez. Es por ello que el adulto inmaduro tendrá dificultades para contenerse, mientras que al que lo sea le resultará fácil poder hacerlo.
Contenerse es, básicamente, ser capaz de filtrar lo que piensas, lo que dices y lo que haces. Y ser capaz de modular tus emociones. Ni más ni menos. Pero si eres adulto y no tienes ningún control sobre tus pensamientos (si a menudo te dominan), sobre tus palabras (te salen sin pensar), tus emociones (te arrastran hasta un precipicio, si se tercia) ni sobre tus acciones (te mueves en la vida como una pluma al viento, según sopla), entonces estás perdido. Estás condenado a sufrir, a ser una víctima de tu propio destino.
En vez de ser su artífice.
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