Si se observa la vida ciñéndose exclusivamente al plano físico y desligando éste del resto de planos del Universo, uno podría pensar, erronéamente, que el único motivo por el cual un cuerpo alberga toxinas es porque éstas se introducen en él desde el exterior (toxemia exógena), por ejemplo, a través de contaminantes presentes en el ambiente. O bien, porque las toxinas se generan dentro del propio cuerpo (toxemia endógena) como consecuencia, por ejemplo, de las fermentaciones que producen alimentos masticados insuficientemente.
Sin embargo, la toxicidad presente en el cuerpo no solamente responde a un fenómeno puramente físico sino, también, holístico-cuántico. Es decir, existe una correlación muy precisa entre las toxinas mentales, las emocionales y las físicas. De manera que unas no pueden manifestarse sin las otras. O sea, que todas ellas siempre se materializan en paralelo (Principio de Correspondencia).
“Toxinas mentales” son los pensamientos negativos, las obsesiones, las preocupaciones... Y “toxinas emocionales” son todas aquellas emociones, como la ira, la tristeza, el miedo, el resentimiento... que no han sido exteriorizadas, esto es: que han sido reprimidas. Y tanto peor cuanto más tiempo se repriman.
El origen de toda toxicidad en un ser humano es un conflicto relacionado con pensamientos o emociones tóxicas. Ahora bien, esos pensamientos y emociones tóxicos “necesitan” de un factor físico para poder materializarse en el cuerpo. Y es ahí, en ese preciso punto, cuando surgen las toxinas físicas, ya sean exógenas o endógenas.
De esta experiencia contrastada se puede deducir, acertadamente, que cuanto más bajo sea el nivel de conflicto interno en un ser humano, tanto más bajo será su nivel de toxicidad psicoemocional, y, en consecuencia, física. Y a la inversa: cuanto mayor sea el conflicto, y tanto más persistente, mayor será la carga tóxica en ese individuo.
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