A falta de poder comunicarse verbalmente, los bebés suelen recurrir al llanto para expresar una buena parte de sus necesidades orgánicas. Tal que así, un neonato puede llorar cuando tiene hambre, cuando le duele algo, cuando se siente incómodo o cuando experimenta miedo; por ejemplo.
Lo cierto es que, con algo de experiencia, incluso unos padres primerizos podrían interpretar el sentido de uno de estos llantos en un momento dado. Sobre todo, si saben contextualizarlo. Sin embargo, he conocido casos en los que el llanto de un bebé puede manifestarse reiteradamente, de una forma particularmente intensa y sin causa aparente. Unas situaciones que son capaces de poner a prueba incluso a los caracteres más templados.
Cuando esto sucede, es conveniente saber que los bebés viven en un universo enteramente emocional, donde priman sus necesidades básicas (alimentadas por el ello freudiano), como el comer o el dormir. Y en ese universo no tiene cabida la mente, lo intelectual o el raciocinio. Por eso, cualquier pretensión de dialogar con un bebé cuando llora compulsivamente o como un desesperado, sin saber qué le sucede, será un intento infructuoso y frustrante.
Sí, los bebés necesitan alimentarse cada pocas horas, dormir mucho y ser atendidos más pronto que tarde cuando algún dolor o malestar les aqueja, pero los bebés también necesitan, imperativamente, sentirse amados. Sentirse amados por sus padres. Y lo necesitan en unas determinadas dosis; no menos de lo necesario.
He conocido casos de padres en los que teniendo un bebé de poco menos de un año, ella trabajaba toda la mañana y él todo el día, desde la mañana hasta la noche. Por lo cual, la criatura pasaba casi la mitad del día en una guardería. Y luego, a lo largo del día, o incluso de madrugada, el bebé lloraba como un desesperado sin que nada ni nadie pudiera consolarlo. Entonces, los padres, desconociendo el porqué de semejante llanto, lo llevaban preocupados, con cierta asiduidad, al servicio de urgencias de un hospital. Allí, el médico de turno lo exploraba, le efectuaba algunas pruebas y posteriormente concluía que al crío no le pasaba nada malo, que estaba completamente sano. Y todo esto, para mayor desesperación de los padres.
Evidentemente, en casos como este, lo que el bebé necesita imperiosamente es la presencia y el amor de sus padres. Y, sobre todo, y por encima de todo, el de su madre.
Un bebé de un año (ni de dos, ni de tres...) no puede comprender que ambos padres tengan que trabajar muchas horas para poder mantenerle, pagar facturas, una hipoteca, un coche más grande o un futuro en el que él pueda ir a la universidad. Un bebé vive sumergido en un presente continuo marcado por sus necesidades físicas y psicoafectivas. Unas necesidades de amor y de cuidado que requiere especialmente de su madre. Y si esa necesidad no se ve satisfecha, el crío y sus padres pagarán un precio por ello.
Los padres, en primera instancia, podrían enfrentarse al calvario que supone ver a su hijo llorar compulsiva y cotidianamente sin saber por qué; y perder, noche tras noche, horas de sueño y serenidad. A lo que el bebé, si su necesidad perdura en el tiempo sin ser atendida, probablemente vivirá de adulto con un trauma. El trauma por no haberse podido nutrir del suficiente amor de sus padres. Y esto implicará, a su vez, carencias afectivas que en un futuro tratará de cubrir inarmónicamente con terceras personas (amigos, parejas...), un carácter irascible, egótico o una debilidad en su polaridad masculina y femenina, las cuales es esencial tener bien nutridas para el equilibrio de cualquier ser humano.
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