No sé si os habrá pasado a vosotros que un buen día conoces a alguien con quien experimentas una cierta o gran afinidad y esa persona, a lo largo del tiempo, sobre todo con palabras, te expresa su amor, su aprecio o su afecto por ti. Puede ser una pareja, un amigo, o un vecino; o alguien que te sigue por las redes sociales... Da igual, quien sea. Sin embargo, tarde o temprano, llega ese día en el que surge una situación desafiante entre vosotros, o simplemente desafiante para ti, y ese aprecio, ese afecto o ese amor, de repente, brilla por su ausencia. Vamos, que ni rastro. Ni buscándolo con lupa.
Por contra, otras veces conoces a alguien, digamos, un poco más callado, más silencioso, menos efusivo, o puede que menos afectuoso. Alguien que no te dice tan a menudo lo mucho que te aprecia, el afecto que le despiertas o el amor que siente por ti. Incluso puede que no te lo diga nunca. Pero cuando llega ese momento desafiante, esa persona sigue ahí, a tu lado, expresándote su amor hacia ti... con hechos. Unos hechos que se vuelven elocuentes por sí mismos y que son capaces de eclipsar a las palabras más hermosas.
Sí, lo he comprobado muchas veces a lo largo de mi vida. Es un fenómeno detrás del cual existe una especie de lógica matemática: las personas que mejor aman (a sí mismas, a los demás...) lo hacen a través de hechos que hablan por sí solos, y que no dejan lugar para las dudas. Y, del otro lado, están quienes aún no han aprendido a amar(se) lo suficiente; y, consciente o inconscientemente, recurren a las palabras para suplir su déficit en el amor.
Quizá es por ello por lo que, a priori, desconfío de todo aquel que se acerca a mí expresándome con palabras ostentosas un gran amor. Porque yo, aunque bien es cierto que amo las palabras, soy más de hechos. Qué le vamos a hacer.
En fin, que tal como me confirma la sabiduría ancestral:
Hechos son amores y no buenas razones.
Quien mucho dice que ama, pequeño amor siente.
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