Esta mañana, a raíz de un artículo que escribí justo ayer, me ha venido a la cabeza una conversación que mantuve hace tiempo con una seguidora durante una de mis conferencias sobre el origen emocional de las enfermedades. Trataré de reproducirla lo más fielmente que pueda.
Seguidora:
Carlos, desde que tengo veinte años (ahora tengo cuarenta y...), me he curado todas mis enfermedades de forma natural.
Llevo diez años casada, y mi marido ha sido testigo de ello. Sin embargo, él lleva casi dos años con una enfermedad intestinal que le causa muchas molestias e inconvenientes y que no han conseguido solucionarle los medicamentos. De hecho, los médicos le han dicho que su enfermedad no tiene cura.
Yo he sido muy respetuosa con él, pero no termino de comprender por qué no me pide ayuda, sabiendo, como sabe, que conozco a profesionales de la medicina natural que, seguramente, podrían ayudarle.
Yo, Carlos:
Esto que me cuentas es muy frecuente. Más de lo que uno se pueda imaginar.
Para mí, la explicación de esta actitud está muy clara: se trata de una gran resistencia al cambio y de un excesivo apego a uno mismo (a la personalidad que hemos construido).
Curarse, en esencia, implica solucionar un conflicto interno. Y eso, a su vez, supone cuestionarse uno a sí mismo, es decir, nuestra propia forma de ser y nuestra propia forma de afrontar la vida (actitud).
CURARSE (con mayúsculas) implica cambiar, transformarse; crecer, evolucionar. Y cambiar significa dejar de ser yo mismo para reinventarme. Simbólicamente: morir para luego renacer.
Pero morir no es matar. Es dejar de alimentar esas partes de mí (de mi ego), de mi forma de ser y de actuar, de las que se nutre mi enfermedad; y empezar a alimentar esas otras partes de mí (mi verdadera esencia) que me potencian como ser humano y que me ayudan a sanar.
Por eso, curarse implica aprender a respetar(me).
Aprender a perdonar(me).
Aprender a escuchar(me).
Aprender a comprender(me).
Aprender a tolerar(me).
Aprender a amar(me).
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