La magia de las plantas


Hace años, tuve la ocasión de conocer a un hombre que cayó enfermo y que decidió irse a vivir a una casita que había heredado y que se encontraba en un lugar remoto de montaña.

Era un paraje que yo transitaba con frecuencia y del que había sacado algunas fotos poco antes de que él se pusiera a vivir allí. El caso es que, en aquel momento, los alrededores de la casa estaban bastante despejados de vegetación. 

Sin embargo, dos meses después de que él se hubiera instalado, volví a pasar por allí y me quedé muy sorprendido, porque en los alrededores de la casa, justo pegadas a los muros, había un montón de matas de ortiga. Tantas, de hecho, que aquello se había convertido en un auténtico vergel. 

El propietario, con quien yo hablaba de vez en cuando, falleció pocos meses después, en primavera. Y curiosamente, para principios de agosto, casi no quedaban ortigas en los alrededores de su casa. Pero nadie las había arrancado. Simplemente, habían desaparecido.

Reflexionando sobre el fenómeno, deduje que la ortiga había buscado al referido para tratar de curarle, ya que esta planta posee grandes propiedades depurativas y desintoxicantes. Pero una vez el hombre hubo fallecido, la planta desapareció.

Lamentablemente, aquel señor, estando vivo, no cayó en la cuenta de lo que la Naturaleza estaba intentando hacer por él, así que murió cuando, probablemente, la ortiga podría haberle salvado la vida.

Con el tiempo, fui observando otros fenómenos asombrosos con las plantas. Por ejemplo, descubrí que el tomillo se acerca a los senderos por los que transita el ser humano. O que hay plantas que no crecen junto a otras porque no se llevan bien. O que una planta de sabor dulce puede volverse amarga en cuestión de décimas de segundo si la arrancas con violencia de la tierra.

Lo cierto es que hay algo que me hace muy feliz, y es ser consciente de que mi cuerpo, en más de un noventa por cien, está hecho de plantas.

Y es que lo mío con ellas es un relación de amor en toda regla.

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