En todos mis años de profesión, he podido comprobar en cientos de casos las consecuencias de tragarse las emociones destructivas, de no sacarlas hacia fuera, de no exteriorizarlas. Y no es de extrañar que esto sea una tendencia generalizada en muchas personas, habida cuenta de que hemos crecido en una sociedad que nos ha enseñado a reprimir nuestras emociones y a vivir en el miedo (al qué dirán, a quedar mal con los demás, a ser uno mismo...).
Lo que es seguro es que una emoción dañina sostenida en el tiempo en nuestro interior, tenderá a enfermarnos. Mucho antes que si esa misma emoción es exteriorizada.
Es curioso, porque, ante una situación conflictiva, la gente suele rechazar a quienes expresan su ira (Fulanito estaba echando bilis por la boca) y aplaude a quienes son capaces de mantener el tipo y actuar como si no pasara nada... cuando la procesión va por dentro (Menganito se tragó mucha bilis).
Pues lo cierto es que la bilis que uno se traga en un enfado, o cuando se siente la ira o la rabia, es como un veneno, literalmente, que en primera instancia intoxicará tu hígado y tu vesícula. Y con el tiempo, podrías pagar un alto precio por ello. El precio de sufrir alguna enfermedad hepática. Eso sin tener en cuenta que el hígado va asociado a otros órganos, como el páncreas o los riñones. Por lo cual, es fácil que éstos también se vean afectados.
Las enfermedades del hígado delatan, esencialmente, a una persona con una tendencia muy acusada hacia la ira... no expresada, y que vive amargada (aunque no se le note). En muchos casos, porque se ve en la necesidad de tener que justificar sistemáticamente sus actos, o por el hecho de experimentar repetidamente situaciones que siente como injustas. Las cuales, a menudo le resultan irritantes y le amargan la existencia (el mismo sabor amargo intenso que posee la bilis).
El cuadro de emociones implicadas en torno a esa ira es muy variado, y pueden tener que ver con la pena, la insensibilidad, la agresividad, el rencor, los celos, el resentimiento, la frustración... Unas emociones que con el tiempo pueden cristalizar y conformar barros o piedras en la vesícula, y que incluso pueden dañar severamente el hígado.
La solución a este reto no pasa por seguir reprimiendo nuestras emociones, ni tampoco en seguir dando rienda suelta a las explosiones de ira. Lo suyo sería liberar las emociones enquistadas del pasado que provocan ese eco en el presente y también aprender gestionar de una manera más constructiva las relaciones con los demás, de modo que la ira o la amargura no terminen haciendo acto de presencia.
Sin embargo, podría suceder que en algún momento nos encontremos ante una situación que nos sobrepase y no sepamos cómo superarla desde el sosiego y la serenidad. Y en estos casos, siempre será mejor exteriorizar nuestras emociones que reprimirlas. Esto es seguro.
Lo ideal sería exteriorizar la emoción de forma constructiva, sin hacer daño o perjudicar a los demás. Por ejemplo: verbalizando tus emociones (contigo mismo), o contándoselas a alguien, o escribiéndolas en un papel, o golpeando una almohada, o teatralizarlas cuando estés solo.
Ya te digo: lo que sea, menos tragártelas.
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