Hace muchos años, un profesor que tuve en el colegio pronunció una frase que se me quedó tenazmente grabada en la memoria: No hay personas más o menos inteligentes. Hay actitudes más o menos inteligentes.
Sí, aquella frase de marras me dio mucho que pensar; mucho...
Porque parece que en nuestra sociedad suele asociarse inteligencia con intelectualismo. Es decir, que la inteligencia tendría que ver con un potencial adquirido desde el nacimiento (lo tienes o no lo tienes). Una capacidad especial para razonar, para entender, para asimilar, para resolver. Sin embargo, podemos encontrarnos con que personas con una gran capacidad intelectual terminen enfermando gravemente sin haber sabido remediarlo, o fracasando profesionalmente mientras le echan la culpa al gobierno y a la coyuntura; o bien que lleguen a una edad avanzada sin haber disfrutado de relaciones satisfactorias, o sin haber alcanzado una alta autoestima.
Es decir, podemos encontrarnos con personas dotadas de una gran inteligencia que sean profundamente infelices y que, incluso, vivan bajo el continuo azote del dolor y del sufrimiento.
El caso es que hace algún tiempo empecé a coincidir con el punto de vista de mi antiguo profesor del colegio, pues, a tenor de mis propias observaciones, y experiencia, me había dado cuenta de que, efectivamente, poco importa si la vida te ha dotado (en el mejor de los casos) de esta apreciada virtud... si al final no eres capaz de ser feliz.
Por eso, yo no veo la inteligencia como un potencial intelectual sino como una actitud cotidiana relacionada con la madurez y con la sabiduría. Es decir, como una capacidad práctica para mantenerse uno saludable, para alcanzar lo que se desea alcanzar, y, sobre todo, para amarse cada vez más.
Si creemos que la inteligencia es un regalo de la vida, ¿qué pasa si la vida no te la regala? ¿Tendríamos que resignarnos con amargura a ser escasamente inteligentes hasta el fin de nuestros días?
Pero, ¿y si creemos, tal como decía mi profesor del colegio, que la inteligencia tiene más que ver con una actitud, con una forma de enfocar la vida y con una forma de actuar? Entonces, estaremos de suerte. Porque las actitudes, en el fondo, son hábitos.
Y si por una de aquellas no tienes una actitud inteligente en tu vida, una actitud que te lleve a ser considerablemente feliz en tu día a día, entonces aún estás a tiempo de cambiar tu realidad.
Porque lo mejor de las actitudes es que se pueden aprender...
Sí, aquella frase de marras me dio mucho que pensar; mucho...
Porque parece que en nuestra sociedad suele asociarse inteligencia con intelectualismo. Es decir, que la inteligencia tendría que ver con un potencial adquirido desde el nacimiento (lo tienes o no lo tienes). Una capacidad especial para razonar, para entender, para asimilar, para resolver. Sin embargo, podemos encontrarnos con que personas con una gran capacidad intelectual terminen enfermando gravemente sin haber sabido remediarlo, o fracasando profesionalmente mientras le echan la culpa al gobierno y a la coyuntura; o bien que lleguen a una edad avanzada sin haber disfrutado de relaciones satisfactorias, o sin haber alcanzado una alta autoestima.
Es decir, podemos encontrarnos con personas dotadas de una gran inteligencia que sean profundamente infelices y que, incluso, vivan bajo el continuo azote del dolor y del sufrimiento.
El caso es que hace algún tiempo empecé a coincidir con el punto de vista de mi antiguo profesor del colegio, pues, a tenor de mis propias observaciones, y experiencia, me había dado cuenta de que, efectivamente, poco importa si la vida te ha dotado (en el mejor de los casos) de esta apreciada virtud... si al final no eres capaz de ser feliz.
Por eso, yo no veo la inteligencia como un potencial intelectual sino como una actitud cotidiana relacionada con la madurez y con la sabiduría. Es decir, como una capacidad práctica para mantenerse uno saludable, para alcanzar lo que se desea alcanzar, y, sobre todo, para amarse cada vez más.
Si creemos que la inteligencia es un regalo de la vida, ¿qué pasa si la vida no te la regala? ¿Tendríamos que resignarnos con amargura a ser escasamente inteligentes hasta el fin de nuestros días?
Pero, ¿y si creemos, tal como decía mi profesor del colegio, que la inteligencia tiene más que ver con una actitud, con una forma de enfocar la vida y con una forma de actuar? Entonces, estaremos de suerte. Porque las actitudes, en el fondo, son hábitos.
Y si por una de aquellas no tienes una actitud inteligente en tu vida, una actitud que te lleve a ser considerablemente feliz en tu día a día, entonces aún estás a tiempo de cambiar tu realidad.
Porque lo mejor de las actitudes es que se pueden aprender...
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