Pudiera parecer, a priori, que para disfrutar de una salud de hierro debas tener unos buenos genes, o alimentarte de forma natural, o practicar algún deporte, o hacer meditación. Y por supuesto que cualquiera de estas actividades podría ayudarte. Sin embargo, he conocido casos de personas que aun cuidándose mucho terminaron enfermando gravemente. E, igualmente, sé de otras que no se cuidaban demasiado y disfrutaron de una vida larga y saludable. ¿Cómo es esto posible?
Es muy fácil responder a esa pregunta cuando comprendemos lo que es la enfermedad a un nivel profundo, yendo a sus raíces. Desde ahí, podríamos definirla como la expresión corpórea de un conflicto no resuelto.
La genética es un condicionante, los agentes tóxicos o patógenos son un eslabón de la cadena, pero la raíz no es otra que la forma en que la persona gestiona sus emociones ante la realidad que vive en cada momento.
Si algo te enfada y te tragas tu enfado, tu hígado enfermará. Si te cuesta mucho ser dulce contigo mismo, será tu páncreas el que se resienta. Si no puedes filtrar lo que le sobra a tu vida, tus riñones pagarán un precio. Si no has aprendido el juego del intercambio en esta vida, tus pulmones sufrirán. Si te maltratas a ti mismo, te dolerá el cuerpo. Y si tienes el corazón demasiado duro, puede que éste termine colapsando.
La alimentación, el ejercicio, el contacto con la Naturaleza... sí, todo eso ayuda; pero no son factores determinantes. La experiencia nos lo demuestra con numerosos y variados ejemplos con nombres y apellidos. Aquí, el factor determinante es la ACTITUD.
La salud depende, sobre todo, de mantener tu paz interior, de evitar los extremos, de que practiques una vida social cálida y cercana con los demás y de que cultives una gran autoestima. Pero una salud de hierro sólo se consigue alejándose del conflicto en nuestra vida. Y ya sea que
hablemos de conflictos con los demás o con uno mismo.
Indistintamente.
Indistintamente.
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