Imaginemos a un usuario de un teléfono móvil al que se le rompe la pantalla tres veces en un período de dos meses. Cosa que, a primera vista, parece un tanto excesiva.
El caso es que, como su móvil está fuera de garantía, paga un alto precio por las reparaciones, además de sentirse irritado y frustrado.
Comoquiera que sea, después de esos sucesivos contratiempos, dicho usuario se para a reflexionar:
La primera vez, pensé que la pantalla se había roto porque mi móvil es muy resbaladizo. La segunda, que era inevitable porque había caído desde una gran altura. Y la última, la tercera, pensé que a pesar de ser un móvil de una marca de reconocido prestigio, ese modelo en cuestión no tenía suficiente calidad. Sin embargo, semanas después de la tercera rotura, cuando ya llevaba gastados más de trescientos euros en reponer la pantalla, comencé a ver las cosas desde otra perspectiva. Pensé que quizá la causa de la rotura no estaba en la textura del móvil, ni en la altura de la caída, ni en la calidad de ese modelo. De repente me di cuenta de que la causa estaba en mí, en no haber sido suficientemente cuidadoso. Así pues, habiendo tomado conciencia de ello, resolví actuar en consecuencia, con mayor delicadeza. Y decidí comprar un nuevo móvil, el cual lleva sano y salvo, sin ningún contratiempo, desde hace dos años.
A raíz de aquella experiencia, tomé conciencia de otras situaciones que me habían pasado completamente desapercibidas. Comprendí que en la época de las roturas mi comunicación con la gente era bastante precaria, y, sobre todo, poco delicada. En aquel entonces, me dio por pensar que el problema lo tenían los demás: la falta de empatía de algunas personas conmigo, el que otras no me dieran la razón cuando yo sentía que la tenía o el tratarme de un modo que yo consideraba como injusto. Todo ello me llevaba a comunicarme con ellos de un modo rudo, poco delicado, desconsiderado, así que, al final, terminé pagando un alto precio por ello. El precio del rechazo, el precio de la ira y del enfado, el precio del abandono. Pero cuando tomé conciencia de mi falta de delicadeza y decidí recolocarme en otro punto, todo empezó a cambiar radicalmente a mi alrededor. El comunicarme delicadamente con los demás fue mi mejor modo de pedirles perdón, de reparar el daño causado, y, sobre todo, de evitar futuros conflictos.
Con las personas... y con mi móvil.
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