Yo fui un niño criado entre algodones. Crecí como un ser débil, miedoso y dependiente. Y pagué un alto precio por ello, incluso en las primeras etapas de mi vida como adulto. Pero, afortunadamente, mis ganas de aprender, de superarme y de ser feliz me ayudaron enormemente a ir venciendo esos obstáculos, y a conquistar, con el paso del tiempo, mi fortaleza, mi coraje y mi independencia.
A lo largo de mi vida, tanto en el ámbito personal como profesional, he conocido a muchas personas que también fueron criadas entre algodones. Personas a las que sus padres les dieron una vida regalada. Vamos, que se lo pusieron todo muy fácil. Y, lógicamente, estas personas, víctimas de la ignorancia y del miedo de sus progenitores, también pagaron un precio por ello. A menudo, muy alto.
Todo esto es tan cierto como que, habitualmente, los padres lo hacen lo mejor que saben. A fin de cuentas, ellos también son producto de sus circunstancias, y del ambiente familiar en el que fueron criados por sus respectivos padres.
Así y todo, he conocido a muchos adultos instalados en una depresión de la que no sabían cómo salir, a personas de cuarenta o cincuenta años que se ahogaban en un vaso de agua, a personas bien entradas en la edad adulta incapaces de abandonar el nido familiar por no saber valerse por sí mismas. Y todo esto, a la postre, crea dolor y sufrimiento en las personas implicadas.
Ya fuere porque esos padres experimentaron penurias y carencias de jóvenes, o simplemente porque no saben expresar el amor de otra forma, les dan todo a sus hijos. A veces, incluso, son padres que han trabajado como mulos, han ahorrado un buen dinero y luego colman a sus hijos con todo tipo de comodidades. Les regalan dinero, pisos, coches... Otras veces la escala es más pequeña: niños o adolescentes que obtienen de sus padres todo lo que piden... sin tan siquiera haber hecho méritos para ello, sin tan siquiera habérselo ganado: ropa de marca, aparatos electrónicos, dinero... Y ahí lo tienen: fácilmente, sin esfuerzo, sin ningún sacrificio...
Luego, muchos de estos niños, que no han tenido que afrontar grandes retos ni dificultades, se enfrentan al mundo real... y el mundo se les cae encima. Se hunden. No saben cómo salir de ahí. Así que terminan llamando a sus padres para que les rescaten del abismo, de ese pozo sin fondo en el que se ven inmersos y que tanto les angustia, que tanto les hace sufrir.
Quiero que a mi hijo no le falta de nada, o No quiero que mi hijo pase por lo que yo pasé. Bueno, son nobles deseos, desde luego, pero si en tu propósito de hacerle a tu hijo la vida más fácil se lo pones todo a pedir de boca (literalmente), no debería sorprenderte que crezca como un ser débil, miedoso y dependiente. Porque al ponérselo todo tan fácil le has impedido que conozca la realidad de la vida: que hay luz y sombra, que hay facilidades y dificultades, que hay logros que se alcanzan sin esfuerzo y que otros requieren tesón y sacrificio.
Otras veces, las propias carencias afectivas de los padres, unidas a una insuficiente y gratificante vida social, les llevan a volcarse excesivamente con sus hijos, a verlos como su única fuente de cariño y de afecto. Pero si el cariño que obtienes de tus hijos es el resultado de darles todo lo que te piden, entonces lo que estás obteniendo de tus hijos no es verdadero cariño. Es un sucedáneo. Es un puro intercambio de intereses: un mero negocio.
Si de verdad amas a tus hijos, y deseas que sean personas felices en su vida, te invito a que te pares un momento y a que reflexiones sobre todo esto que te comento.
Primeramente, antes de pensar en la felicidad de tus hijos, piensa en tu felicidad. Haz lo posible por ser feliz tú primero. Ámate. Sé fuerte. Afronta tus miedos. Conquista tu independencia personal (mental, afectiva y económica). Y procura transmitirle estos tesoros, mediante tu propio ejemplo, a tus hijos.
No se trata de que no les ayudes cuando experimentan dificultades. Claro que no. Se trata de que encuentres un punto de equilibrio entre la ayuda que puedas brindarles y el fomentar en ellos su espíritu de independencia, de autogestión y de autonomía.
Si enseñas a tus hijos pequeños a que se valgan por sí mismos, a que sean fuertes, valientes e independientes, tendrán muchísimas probabilidades de ser unos adultos felices. Lo sé por experiencia. Por eso, para mí, el amor propio, sin lugar a dudas, es la mejor herencia que se le puede dejar a un hijo.
Mejor, aún, que todo el oro del mundo.
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