¿Qué sabor tiene la vida?

Todo cuanto acontece en nuestra realidad no es sino la expresión exacta de nuestro ser. Es, básicamente, nuestro microcosmos reflejado en el macrocosmos. Y la alimentación no iba a ser una excepción a la regla, pues también espeja fielmente lo que nosotros somos. Es decir, lo que comemos está hecho a nuestra imagen y semejanza, y nosotros, a su vez, estamos hechos a imagen y semejanza de lo que comemos.

Y es que alimentarse no es sólo un acto corpóreo con componentes psicoemocionales. Alimentarse es una gran metáfora de nuestra propia vida (una de las más importantes, como respirar). Y cada alimento, un símbolo con un significante.

A través de mis observaciones, he podido constatar que este principio de correspondencia, aparentemente abstracto, ha calado profundamente en el inconsciente colectivo del ser humano. Hasta tal punto, de hecho, que el lenguaje coloquial se halla salpicado de un sinfín de expresiones y palabras con doble sentido que aluden a esa poderosa metáfora que unifica vida y alimentación.

A tenor de lo dicho, un desencuentro amoroso con la persona con la que has compartido una gran parte de tu vida, y con la que te ha unido un profundo lazo afectivo, puede dejar en tu boca un intenso y persistente regusto amargo.

La fina ironía que forma parte de algunas personalidades puede devenir carente de tacto en según qué ocasiones y volverse tremendamente ácida, hasta el punto de herir; y que esa herida, incluso, deje huella.

Una leve sonrisa y una cálida palabra dicha con el corazón pueden adquirir un cariz tal que impregnen nuestra alma con ese sabor deliciosamente dulce que tanto reconforta y que tanto caracteriza a la bondad.

Asimismo, la alegría y el humor, aspectos fundamentales del ser humano conectado con su esencia, constituyen la sal de la vida, y propician que algunos momentos y personas sean especialmente salados.

Y a nadie le sorprenderá que un encuentro amoroso en el que la pasión crezca y se multiplique progresivamente termine adoptando un sabor picante...

La vida, como los alimentos, o incluso como las personas, dependiendo de cada momento y del paladar del que cata, puede antojarse deliciosa, empalagosa, apetitosa, redonda, sosa, jugosa, rancia, exquisita...

Al final, como artífices de nuestra propia existencia, somos nosotros quienes le conferimos en cada momento esos sabores, agradables o desagradables, que nos acercan o alejan del placer, del bienestar y de la felicidad. 

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