En mis consultas he encontrado con cierta frecuencia a mujeres que asumían demasiadas responsabilidades en el hogar. Por ejemplo: a la hora de cocinar. Mujeres que viven con sus hijos (ya mayorcitos, por cierto) y/o con su pareja, y solamente ellas son las que cocinan en casa, ya sea porque los demás no saben (ni tienen un especial interés en aprender), o porque simplemente les resulta muy cómodo que alguien lo haga por ellos.
Yo estoy convencido de que los hábitos de una persona, de un grupo humano o de una sociedad entera se pueden transformar con la educación (o reeducación) en nuevos hábitos mejores. Y a propósito de esta cuestión: tanto más fácil es educar a una persona cuanto más joven es.
Uno de los viejos paradigmas de nuestra sociedad consiste en creer que los niños pequeños siempre estorban en la cocina, incluso que es un lugar peligroso para una criatura. Máxime, cuando en ella se está cocinando.
Personalmente, creo que la cocina puede ser un lugar peligroso para un niño pequeño... si no hay en ella un adulto que lo vigile o que supervise lo que el crío esté haciendo, pero por lo demás, yo diría que es uno de los espacios más creativos de una casa. Y los niños, todos lo sabemos, se llevan de maravilla con la creatividad.
Quizá no todo el mundo sea consciente de la gran metáfora que constituye en la vida del ser humano tanto la alimentación como el acto de cocinar. Porque nuestra forma de alimentarnos se corresponde, de una forma muy exacta, con nuestra forma de vivir. Y el modo en que cocinamos es, además, un fiel reflejo de cómo abordamos las distintas situaciones del día a día (para comérnoslas, digerirlas y asimilarlas mejor).
Tengamos en cuenta que lo habitual es que una persona visite, como mínimo, tres veces al día la cocina: para preparar el desayuno, la comida y la cena. Y digo yo: ¿por que no acostumbrar a un niño, ya desde pequeño (digamos que, más o menos, a partir de los 4-5 años), a que se involucre creativamente y a que ayude en la preparación de los alimentos que luego va a comer?
Sé de niños que, por ejemplo, odiaban las verduras, hasta que sus padres les invitaron a prepararlas en la cocina: pelarlas (pueden utilizar cuchillos de plástico), o partirlas en trozos más pequeños con la mano (como las lechugas), o aplastar un aguacate con el tenedor para hacer una salsa. Y si se trata de decorar una ensalada o un plato con fruta (alimentos con colores y olores muy atractivos), será difícil que un niño pueda resistirse a la tentación. Pero como os digo: la visión (y el posterior apetito) que un niño tenga de las verduras estará enormemente condicionada por el grado de implicación que haya adquirido en su preparación. Porque si un niño prepara una ensalada a su gusto, con los colores y las formas que le agradan será mucho más fácil que luego pueda comérsela sin remilgos. A fin de cuentas, será su propia creación.
Por lo que he podido comprobar, hacer partícipe a un niño de la preparación de la comida es una forma muy eficaz de:
- estimular su creatividad y sus cualidades,
- fomentar su autonomía,
- potenciar su capacidad para trabajar en equipo y para cooperar con los demás,
- desarrollar su habilidad para organizarse, trazar objetivos y cumplirlos;
- cultivar en él la responsabilidad,
- acrecentar en él su poder personal y su autoconfianza.
Y algo muy importante, esencial: es oportuno que el adulto esté presente, acompañándolo, para supervisarlo, y tratando de encontrar siempre ese delicado punto de equilibrio entre que el crío pueda preparar la comida de un modo adecuado y saludable y, a la vez, plasmando en la elaboración su libre albedrío y su propia personalidad.
Que, dicho sea de paso, no tienen por qué coincidir con los nuestros.
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