Sencilla estrategia para no sucumbir ante una emoción dañina


Da igual si es una planta, una mascota o un bebé: para mantenerlos y que crezcan hay que prestarles atención y alimentarlos. De lo contrario, morirían. Pues bien, con las emociones sucede algo muy parecido: algunas necesitan atención y alimento para mantenerse y crecer.

Digo algunas porque yo distinguiría entre dos tipos de emociones: las puramente viscerales y las que no lo son. ¿Y qué las diferencia? Las primeras no son el resultado de la mente, y, por así decirlo, son inevitables; las segundas se alimentan de la mente, y, por consiguiente, se pueden evitar. Pondré algunos ejemplos:

Una emoción visceral surge espontáneamente en nosotros sin que la mente intervenga. Puede ser una súbita e intensa atracción sexual que sentimos por alguien a quien acabamos de conocer. También puede ser el dolor cuando, inesperadamente, nos dan la noticia del fallecimiento de un ser querido (supongamos que en un accidente). O también podría tratarse, incluso, de la rabia que podemos experimentar, en un momento dado, al presenciar un acto injusto contra un semejante.

Las emociones no viscerales son, por su parte, la consecuencia de una cadena de pensamientos, de un recuerdo, o, muy habitualmente, de algo que imaginamos (y que muchas veces la experiencia, a posteriori, demuestra que ni siquiera es real). Y en tanto que esto es así, podemos controlarlas con la voluntad.

Quiero decir con esto que quizá no podamos controlar la atracción, o la rabia, que alguien nos despierte, pero sí que podremos controlar (decidir) lo que hacemos con esa emoción una vez haga acto de presencia en nosotros: si la alimentamos para que crezca y arraigue o si la dejamos pasar para que se debilite y se disipe.

¿Y por qué es deseable ser capaces de controlar nuestras emociones dañinas? Pues, obviamente, porque nos provocan dolor y sufrimiento. Y a nadie le gusta sentir dolor ni sufrir.

Una emoción puede volverse dañina, por ejemplo, si esa atracción sexual que sentimos por alguien no es correspondida y nos despierta un anhelo inalcanzable. O si elegimos abrazarnos indefinidamente a la pena que nos viene al pensar constantemente en un ser querido que ha fallecido y que ya no está con nosotros. E, igualmente, un sentimiento de rencor o de rabia, que se sostenga lo suficiente en el tiempo, puede terminar provocándonos una grave enfermedad. Algo que, obviamente, nadie desea.

Tal vez estemos en condiciones de reconocer que la mayoría de nosotros hemos crecido en una sociedad en la que, a veces por activa y otras por pasiva, nos ha inculcado muchos hábitos dañinos y nada saludables. Hemos crecido familiarizados con el hábito de la preocupación, de cortar con relaciones radicalmente en cuanto el otro nos ofende, de sufrir mucho cuando sentimos el rechazo de alguien a quien deseamos. Todo esto es tan habitual en tantas personas que conocemos que lo raro, lo infrecuente, es que una persona actúe de otro modo: más maduro y constructivo. Pero insisto: son hábitos. Igual que cepillarse los dientes antes de acostarse, fregar los platos antes de que se acumulen en el fregadero o elegir ir en bicicleta al trabajo. Nuestra mente necesita un tiempo para adaptarse y nosotros necesitamos a nuestra voluntad para mantenernos firmes en nuestro objetivo. Pero lo habitual es que un hábito que queremos cambiar y en el que ponemos nuestra atención y la mejor intención no requiera de mucho tiempo para modificarse. Y lo mejor de todo es que una vez que lo integremos ya no necesitaremos atención ni voluntad, pues habremos hecho de él algo automático, algo que llevamos a cabo sin tan siquiera pensar.

Esta estrategia que comparto ahora con vosotros se antoja muy simple; tan simple, de hecho, como eficaz. Pero para que funcione requiere un poco de entrenamiento. Acordémonos:  partimos del hecho de que toda emoción dañina necesita alimento para sostenerse y para crecer, y sólo nosotros somos quienes las alimentamos.

Por tanto, también podemos dejarlas morir de hambre.

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