Mi experiencia con la biodanza


Recuerdo que la primera vez que oí hablar de biodanza me sonó a algo así como un tipo de danza, como puedan serlo las tribales, las clásicas o las contemporáneas. Es decir, gente bailando en grupo al ritmo de una música y siguiendo unos pasos predeterminados. 

También me acuerdo, como si fuera ayer, de la primera vez que Alicia (Alicia Santos) me propuso acudir a un grupo de biodanza. Uno que tenía intención de formar, allá por el mes de mayo de este año (2012), y de cómo, en aquel momento, la idea no despertó en mí ningún gran entusiasmo. Sin embargo, al cabo de unas semanas, precisamente en la que iba a ser su primera clase como facilitadora, decidí unirme al grupo.

Esa primera clase que os comento, por de pronto, sirvió para que yo me diera cuenta de lo que verdaderamente era la biodanza y de cuán equivocado estaba respecto de mis ideas preconcebidas. Porque, a todas luces, visto lo visto, y tras esa primera experiencia, concluí sin demasiado esfuerzo que la biodanza era algo más que una danza. Mucho más...

Desde aquel entonces, ya han transcurrido unos cuantos meses…

Para mí, lo más destacable de lo que he vivido durante todo este tiempo ha sido mi relación con el grupo (incluyendo a Alicia), y en particular con algunos de mis compañeros. Una interacción que ha dado mucho de sí, en virtud de la cual se han establecido algunos vínculos afectivos que me han marcado especialmente y de cuya vivencia he aprendido mucho.

Un cambio muy importante a nivel personal, relacionado también con mi vínculo con el grupo de biodanza, ha coincidido recientemente con un cambio de fase en las clases; concretamente, en la progresividad. Ahora, estoy mucho más centrado en mí mismo, en mi propia vivencia, y siento que mi afecto ya no se focaliza en determinadas personas, sino que, por así decirlo, se reparte de una manera más equitativa entre todos mis compañeros. Toda una evolución, sin lugar a dudas.

El caso es que hace un par de clases que Alicia nos propuso un ejercicio individual muy interesante. Consistía en caminar y en ir abriendo puertas imaginarias a nuestro paso. Simplemente, tal cual. Y se da la circunstancia de que, por alguna razón, yo puse en práctica ese ejercicio con mucha conciencia, aplicándole además una considerable carga emocional, como de seguridad, de convicción y de confianza, visualizando, mientras lo ejecutaba, que muchas puertas a nivel personal y laboral se abrían a mi paso. Añadiré que yo no me detenía en ningún momento para abrir esas puertas imaginarias (todas grandes, además) sino que las iba abriendo al paso, mientras caminaba, y sin hacer ningún esfuerzo (en la imaginación no hay límites, así que uno puede hacer lo que desee).

Comoquiera que fuese, la clase terminó, así que después de compartir un rato de charla y risas con mis compañeros en el bar de siempre, cogí mi bicicleta de regreso a casa…

Desde el centro de La Rambleta hasta mi domicilio, en la Avenida de Aragón, hay cinco quilómetros y medio. Yo, como es habitual en mí, no circulaba por el carril-bici sino por la calzada, y como podéis suponer, en un trayecto tan largo, hay decenas y decenas de semáforos. Así que, alguno que otro, por no decir unos cuántos, es fácil pillarlos en rojo. Yo había recorrido ese trayecto decenas de veces con mi bici y siempre había sido así. Pero esa noche, por alguna razón extraordinaria (ya os podéis imaginar cuál), sólo pillé, ¡uno! Todos los demás iban cambiando a verde conforme me acercaba a ellos o cuando estaba a punto de rebasarlos. Era sorprendente.

Habiendo recorrido la mitad del itinerario, reparé en este fenómeno, llamándome mucho la atención. E inevitablemente, me acordé de ese ejercicio que os he descrito antes: el de abrir puertas sin detenerme.

Por mis inquietudes personales, y porque es una parte muy importante de mi profesión, trabajo mucho con los símbolos y las metáforas, estableciendo asociaciones, correspondencias y paralelismos entre distintos ámbitos de la vida del ser humano: entre su alimentación, sus enfermedades, sus contratiempos o accidentes, y las actitudes que desarrolla en los distintos momentos de su vida. Por eso, cuando empecé mis clases de biodanza en el mes de mayo, deduje desde el primer día que esa práctica tenía que ser una actividad en la que el individuo, inconscientemente, se refleja, como en un espejo. Y, de hecho, eso es algo que se puede constatar en cualquier clase de biodanza: que las personas, sin darse cuenta, tienden a manifestarse tal cual son, proyectándose a sí mismas en cada ejercicio, ya sea individualmente o en su interacción con los demás. Por eso, la biodanza, como cualquier ámbito en el que se dé a conocer un ser humano, es un espacio y un tiempo que sintetiza fielmente, a modo de breve resumen, la manera en que el individuo se manifiesta en su propia vida.

Pero lo interesante de este asunto es que es que la biodanza no sólo es espejo del individuo sino que la biodanza hace al individuo. Es decir, es un flujo de doble sentido. La biodanza refleja lo que eres, y, al mismo tiempo, tú te vas haciendo (moldeando) conforme a lo que tú manifiestas en biodanza. Sobre todo, cuando la biodanza deja de ser un acto inconsciente para convertirse en uno consciente. Como ese ejercicio de abrir puertas en el que yo apliqué toda mi conciencia y sentimiento. Por eso, luego, precisamente esa misma noche, ocurrió lo que ocurrió con los semáforos… O dicho de otro modo: la biodanza había dejado de ser una metáfora (pasiva) de mi vida para convertirse en una herramienta (activa) de construcción de metáforas en mi vida. Metáforas que vamos creando con nuestra imaginación y mediante nuestra expresión corporal en las clases, y metáforas que, por si fuera poco, se materializan. Con lo cual, la biodanza se erige ante nosotros como una potentísima herramienta de modelaje, de transformación y de evolución personal.

Desde luego, no era la primera vez que algo así: tan mágico, sucedía en mi vida. De hecho, tengo la suerte de saborear esa clase de magia, prácticamente, todos los días.

Y, sin embargo, nunca deja de sorprenderme.

Comentarios