Meter la pata hasta el fondo


A veces ocurre que sin tener la menor intención de hacer daño a alguien, vas y lo haces. Lo único que pretendías, en realidad, era todo lo contrario: expresarle tu amor... y, sin embargo, lo que terminas haciendo es clavarle un puñal donde más duele: en el corazón. A lo que el resultado final no puede ser otro que un completo desastre, porque a la herida causada al otro hay que sumarle la que surge, casi inevitablemente, de tu sentimiento de culpa. Y eso duele de lo lindo.


Quienes me conocéis un poco ya sabéis lo que para mí significa la expresión la magia del Universo. Universo mágico... pero sin trucos. Ahora veréis por qué lo digo.

Ayer fue un día muy duro para mí por varias razones, y el remate, la guinda del pastel que bordó una jornada tan negra fue una metedura de pata por mi parte. Una metedura de pata estrepitosa. De esas tan gordas que quisieras desaparecer del mapa. Aunque lo peor de todo es que hacía menos de dos semanas que había tropezado en la misma piedra. Total: que me metí en la cama con un sabor amargo (a más no poder) en la boca; un sabor que ni la menta del dentífrico matinal ha conseguido eliminar.

¿Y por qué he comentado hace un momento lo de la magia del Universo? Pues porque esta misma mañana un amigo que vive en Estados Unidos (Hi, Richard!), y del que hacía por lo menos seis meses que no sabía nada, me envía un breve correo para saludarme con un texto que lo acompaña, que él ha descubierto recientemente en un libro, y que le ha encantado. 

A decir verdad, yo ya conocía ese texto. Pero lo que me ha parecido mágico (por no decir, milagroso) es que me haya llegado esta misma mañana, justo siete horas después de mi supermetedura de pata.

Es un hecho completamente real que tuvo lugar en EEUU hace algunas décadas (traducido literalmente del inglés):


Bob Hoover, famoso piloto de pruebas y actor frecuente en espectáculos de aviación, volvía una vez a su casa en Los Ángeles de uno de estos espectáculos que se había realizado en San Diego. Tal como se describió el accidente en la revista Operaciones de Vuelo, a cien metros de altura los dos motores se apagaron súbitamente. Gracias a su habilidad, Hoover logró aterrizar, pero el avión quedó seriamente dañado, pese a que ninguno de sus ocupantes resultó herido.

Lo primero que hizo Hoover después del aterrizaje de emergencia fue inspeccionar el tanque de combustible. Tal como sospechaba, el viejo avión a hélice, reliquia de la Segunda Guerra Mundial, había sido cargado con combustible de avión a reacción, en lugar de la gasolina común que consumía.

Al volver al aeropuerto, pidió ver al mecánico que se había ocupado del avión. El joven estaba aterrorizado por su error. Le corrían las lágrimas por las mejillas al ver acercarse a Hoover. Su equivocación había provocado la pérdida de un avión muy costoso, y podría haber causado la pérdida de tres vidas.

Es fácil imaginar la ira de Hoover. Es posible suponer la tormenta verbal que podía provocar semejante descuido en este habilidoso y soberbio piloto. Pero Hoover no le reprochó nada; ni siquiera lo criticó. En lugar de eso, puso su brazo sobre los hombros del muchacho y le dijo amablemente:

- Para demostrarte que estoy seguro de que nunca volverás a hacerlo, quiero que mañana te ocupes de mi F-51.

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