En los animales podemos comprobar claramente cómo el sonido que generan casi siempre constituye una forma de llamar la atención. Así, a través de sus rugidos, un león puede hacer acto de presencia y alejar a posibles enemigos de su territorio. Mediante sus arrullos o gemidos el palomo atrae y corteja a la paloma. Y gracias a sus sonoros aullidos un lobo puede comunicarse con otro a quilómetros de distancia.
Este mismo mecanismo de llamada de atención también podemos encontrarlo fácilmente en los bebés o en los niños pequeños. Los primeros lloran, a veces con gran intensidad, para reclamar el pecho de la madre, para dar a entender que algo les molesta o asusta o, por ejemplo, para sugerir un cambio de pañales. Los segundos acostumbran a alborotar o a hacer ruido para llamar la atención de otros niños, para autoafirmarse o bien para reclamar atención o cariño de sus padres. Es una forma completamente natural, y un recurso muy socorrido, para que la persona obtenga aquello que necesita cuando todavía no ha desarrollado suficientemente otras habilidades comunicacionales.
Una vez más, nos encontramos con la infancia. Esa época de la vida del ser humano en la que se graba a fuego la personalidad del individuo, y donde sus carencias, sus miedos y sus traumas tenderán a dejar una profunda huella en su vida de adulto.
Cuando las necesidades de atención, cuidados y afecto de un niño pequeño son en gran medida satisfechas a lo largo de su infancia, éste tenderá a crecer de forma armoniosa y equilibrada como adulto, y dado que habrá recibido aquello que requería no tendrá necesidad de reclamarlo a posteriori. Pero si el niño ha experimentado carencias afectivas o de atención, y esta condición se prolonga durante tiempo suficiente, es harto probable que de adulto experimente una necesidad (a menudo, inconsciente) de reclamar la atención de los demás a través del ego. Y una de las formas más comunes de reclamar esa atención (hacerse notar) es mediante el ruido.
Podemos observar dicho ruido, hecho a la medida del ego, encarnado de mil formas distintas, ya sea de manera individual o colectiva; y, las más de las veces, inconscientemente, en:
- Una persona que se acalora en una discusión y comienza a gritar agresivamente a su interlocutor (para multiplicar sus posibilidades de ser escuchada y para que se tenga en cuenta lo que dice; o bien para imponer su propio criterio al ajeno).
- Un conductor de una moto que pisa el acelerador repetidamente en un semáforo para revolucionar el motor con gran estruendo (para, seguramente, que todo el mundo le mire y se dé cuenta de su poder -potencia-; aunque ya se sabe: Dime de lo que presumes...).
- Un adolescente que acostumbra a escuchar la música a todo volumen en su habitación (pudiendo ser una forma de aislarse de sus padres -por marcadas desavenencias-, y, al mismo tiempo, de autoafirmarse y de reclamar de ellos atención, cariño, comprensión...).
- Unos tacones especialmente ruidosos que deambulan arriba y abajo, por toda la casa, a primera hora de la mañana, oyéndose hasta dos pisos más abajo (de una mujer que, por ejemplo, es infravalorada por su jefe, por su marido o por su hijo; o bien que desea hacerse notar para conseguir algo).
- Un bolígrafo que tamborilea sobre una mesa en una reunión de un equipo de trabajo (y que puede querer significar una discrepancia del empleado con un jefe, pero que aquél no se atreve a manifestar verbalmente por miedo).
- Un evento de masas, como carreras de fórmula uno en un circuito urbano (donde tanto los organizadores, como las autoridades municipales que lo facilitan manifiestan un afán de notoriedad, de sobresalir, de destacar, incluso de marcar diferencias con otros).
- Una persona que siempre habla con un tono de voz elevado (porque tal vez le aqueje un complejo de inferioridad que necesita compensar).
- Una ciudad particularmente ruidosa. Aquí, dos versiones: que sea una metrópoli con gran parte de su población empobrecida, como Calcuta (como una forma de autoafirmarse de sus habitantes, de reclamar atención, de hacerse notar, de sentirse vivos, de significar su propia importancia individual); o bien una ciudad rica, como Nueva York (como una forma inconsciente de manifestar el orgullo, la prepotencia, la arrogancia...).
Otras veces descubrimos al ego empequeñecido o atenuado porque la persona, en mayor o menor medida, ha trascendido sus carencias o sus necesidades mediante la madurez. Porque el individuo se encuentra entero, confiado y seguro de sí mismo y ya no necesita llamar compulsivamente la atención. O bien porque, si de lo que hablamos es de una comunidad humana, ésta ha alcanzado un cierto grado de desarrollo social, de relevancia moral o intelectual, o de plenitud y de armonía interiores, incluso de espiritualidad. Entonces será fácil que en este contexto hallemos a personas amantes del silencio, de la calma y de la tranquilidad. Gente que hable con un tono de voz comedido y sosegado (Como es adentro es afuera). Personas que hayan desarrollado sus habilidades sociales e individuales hasta un punto en el cual no se hace necesario recurrir a lo grosero, a lo tosco o al perjuicio ajeno para alcanzar sus metas o el propio beneficio. Personas que, antes bien, recurren a lo sutil, a lo delicado, a aquello que implica una consideración y un respeto hacia los demás.
Así y todo, entre el griterío desaforado de unos jóvenes haciendo botellón y el silencio sepulcral de unos lamas tibetanos meditando en un monasterio, entre el ruido ensordecedor de un martillo neumático socavando una acera y el desacostumbrado mutismo imperante en una biblioteca suiza (las españolas son otra cosa...), tal vez, quizá, podamos encontrar un término medio en cual todos podamos sentirnos a gusto.
Pues ahí, precisamente, en el término medio, dicen, es donde reside la virtud.
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