La enfermedad, en primera instancia, surge como expresión de un conflicto no resuelto por parte de quien la padece. Por explicarlo de una forma simple, podríamos definir conflicto como el desacople entre lo que verdaderamente somos (luz y amor) y lo que manifestamos (ante nosotros mismos o ante los demás).
La enfermedad, pues, alberga un fin, un noble (aunque a veces, doloroso) propósito: redirigir al individuo a su estado intrínseco de armonía, propiciando el alineamiento entre lo que verdaderamente somos y lo que manifestamos.
Los seres humanos enfermamos, no ya por las cosas que vivimos, sino por cómo las vivimos. Porque aunque uno pueda creerse especial, todos experimentamos situaciones similares. Si bien es cierto que no todos las vivimos de igual modo. Por tanto, lo que marca una diferencia, a veces muy grande, entre las personas es la actitud con la que vivimos las cosas. Esa es la palabra clave en todo este asunto: ACTITUD.
Es en la interacción de unas personas con otras donde surge el grueso de los conflictos humanos. Las personas enferman por conflictos nacidos en el seno de la pareja, de la familia, de su relación con los hijos, en el trabajo (compañeros, jefes...)... Y la gravedad de la enfermedad viene dada por la combinación de dos factores esenciales: 1) la envergadura del conflicto y 2) la duración de éste a lo largo del tiempo.
Por consiguiente, según esta premisa, una situación difícil de digerir puede desembocar, por ejemplo, en un dolor de estómago puntual. Si esa situación se repite y se sigue viviendo inadecuadamente, puede derivar en una gastritis. Si el conflicto sigue aconteciendo y la persona no rectifica su actitud ante él, puede acabar en una úlcera. Y si dicho conflicto es de una gran intensidad y, además, se alarga lo suficiente en el tiempo, puede terminar convirtiéndose en un cáncer de estómago.
La vida nos da, no una, sino muchas oportunidades. Y a través de este principio de correspondencia entre el modo en que vivimos la realidad y las enfermedades que padecemos nos da a entender que somos responsables al 100%, insisto: no de lo que vivimos, pero sí de cómo lo vivimos. Es decir, somos responsables de cómo nos tomamos la vida. Lo que significa que podemos cambiar, que podemos mejorar la actitud con la que nos tomamos las cosas. Y eso, en última instancia, es lo que marcará la diferencia entre enfermar o mantenerse sano.
Los virus, las bacterias, la genética, los agentes tóxicos, etc. son los vehículos que necesita el conflicto para poder materializarse en el plano corpóreo. Pero nunca son la causa primera. Son intermediarios, no el origen. El origen es siempre psicoemocional.
Nosotros mismos somos el origen de nuestra propia realidad. Somos, literalmente, los dioses creadores de nuestro universo. Y de un modo consciente, o a menudo inconsciente, vamos creando el mundo en el que vivimos: con nuestros deseos, con nuestras expectativas, con nuestras ideas, con nuestros temores e inseguridades...
La enfermedad surge, en consecuencia, como un acicate, como un incentivo, que estimula y favorece en nosotros un cambio. Es uno de los socorridos y eficaces recursos de los que dispone la vida para, llegado el momento, si no nos reconducimos nosotros mismos, empujarnos hacia delante y hacia un nivel superior de armonía y de bienestar. Por eso, la condición indispensable para superar la enfermedad, y que podamos hablar de CURACIÓN con mayúsculas, es superar el conflicto que la genera.
Tal que así, cualquier terapia o medicina puede ayudarnos a dar los pasos en la dirección apropiada. Todo puede resultar útil en un momento dado. Pero sólo con un cambio de actitud, sólo a través de un crecimiento personal, estaremos en condiciones de recuperar o de alcanzar esa armonía que, sin lugar a dudas, todos merecemos.
¿Y los niños?, se preguntará alguien. ¿Qué clase de conflicto puede vivir un niño pequeño? ¿O uno que ya nace enfermo? Pues la experiencia me ha demostrado que los niños pequeños (hasta, más o menos, los siete años), desde una perspectiva psicosomática, enferman por los conflictos que les salpican o que inconscientemente les transfieren los adultos que les rodean; en la mayoría de los casos, sus propios padres. Por otro lado, los bebés que nacen enfermos acusan en su organismo aquellos conflictos, o traumas, de cierta magnitud que experimenta la madre a lo largo del período de gestación. Por eso, la resolución del conflicto por parte de los padres o tutores es el factor determinante en su curación. Mucho más que cualquier otro.
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