A veces, alguna persona me ha preguntado si creía en el destino. A lo que mi respuesta, rayana en lo vehemente, siempre ha sido: Sí, yo creo en el destino que uno se forja. Sin embargo, el transcurso del tiempo va convirtiendo mi vehemencia en una faceta algo más calmosa y reflexiva, de tal modo que hoy en día mi respuesta, seguramente, sería un tanto más elaborada y concisa.
A decir verdad, sí creo en un destino ya escrito... tanto como en otro que escribimos nosotros. Pero para explicar mejor mi punto de vista pondré un símil.
Imaginemos que albergo el propósito de hacer un viaje en coche desde la ciudad de Valencia hasta un pueblecito de la provincia de Huesca. Para lo cual, me serviré de un mapa de carreteras.
En la hoja apropiada de ese mapa, podré ver gráficamente tanto el punto de partida como el destino, así como el recorrido que tendré que trazar para llegar del primero al segundo: la autovía que tendré que escoger, en qué puntos encontraré zonas de servicio y gasolineras, dónde habrá curvas peligrosas o puertos de montaña, radares fijos, e, incluso, los miradores donde poder tomar fotografías de paisajes.
Podríamos decir que ese mapa que acabo de describir escuetamente sería el equivalente de mi destino como persona, es decir, del destino que tengo escrito.
Sin embargo, en el mapa no podré ver (porque no estarán escritos) dónde se ubicarán los radares móviles, ni en qué punto del recorrido me encontraré con la Guardia Civil, ni me indicará en qué lugares habrá accidentes el día del viaje, ni si a una determinada hora y en un determinado lugar lloverá o estará el cielo despejado.
En mi destino tampoco estará escrito a qué velocidad iré por la autovía, ni si tomaré con prudencia una determinada curva peligrosa, como tampoco en qué estación de servicio decidiré echar gasolina, ni si me detendré diez minutos o dos horas en un área de descanso.
Por descontado, tampoco encontraré en el mapa ninguna referencia a cómo reaccionaré yo si un conductor no guarda la distancia de seguridad conmigo y se me acerca demasiado, o cómo afrontaré que se me pueda pinchar una rueda a mitad de viaje. A fin de cuentas, todas estas variables dependerán exclusivamente de mi libre albedrío, que es sagrado.
Si dispongo del carné de conducir, de mi vehículo y del mapa, todo lo demás dependerá de mí y de las sucesivas decisiones que tome en cada momento.
Bien es cierto, que a lo largo del camino encontraré señales que me ayudarán a guiarme. Y que si en algún punto me pierdo, siempre podré preguntar a alguien para que me oriente.
Incluso podría darse el caso de que a última hora cambiara de opinión y decidiera no ir a Huesca. O que me encontrara en la carretera a una hermosa, simpática e interesante autoestopista, que la subiera en mi coche y que surgiera una inesperada historia de amor entre nosotros. Quién sabe...
Lo que sí sé es que vivimos en un Universo lleno de posibilidades... Y que el amor siempre es capaz de cambiar el rumbo de los acontecimientos.
Incluso de aquéllos que ya están escritos...
A decir verdad, sí creo en un destino ya escrito... tanto como en otro que escribimos nosotros. Pero para explicar mejor mi punto de vista pondré un símil.
Imaginemos que albergo el propósito de hacer un viaje en coche desde la ciudad de Valencia hasta un pueblecito de la provincia de Huesca. Para lo cual, me serviré de un mapa de carreteras.
En la hoja apropiada de ese mapa, podré ver gráficamente tanto el punto de partida como el destino, así como el recorrido que tendré que trazar para llegar del primero al segundo: la autovía que tendré que escoger, en qué puntos encontraré zonas de servicio y gasolineras, dónde habrá curvas peligrosas o puertos de montaña, radares fijos, e, incluso, los miradores donde poder tomar fotografías de paisajes.
Podríamos decir que ese mapa que acabo de describir escuetamente sería el equivalente de mi destino como persona, es decir, del destino que tengo escrito.
Sin embargo, en el mapa no podré ver (porque no estarán escritos) dónde se ubicarán los radares móviles, ni en qué punto del recorrido me encontraré con la Guardia Civil, ni me indicará en qué lugares habrá accidentes el día del viaje, ni si a una determinada hora y en un determinado lugar lloverá o estará el cielo despejado.
En mi destino tampoco estará escrito a qué velocidad iré por la autovía, ni si tomaré con prudencia una determinada curva peligrosa, como tampoco en qué estación de servicio decidiré echar gasolina, ni si me detendré diez minutos o dos horas en un área de descanso.
Por descontado, tampoco encontraré en el mapa ninguna referencia a cómo reaccionaré yo si un conductor no guarda la distancia de seguridad conmigo y se me acerca demasiado, o cómo afrontaré que se me pueda pinchar una rueda a mitad de viaje. A fin de cuentas, todas estas variables dependerán exclusivamente de mi libre albedrío, que es sagrado.
Si dispongo del carné de conducir, de mi vehículo y del mapa, todo lo demás dependerá de mí y de las sucesivas decisiones que tome en cada momento.
Bien es cierto, que a lo largo del camino encontraré señales que me ayudarán a guiarme. Y que si en algún punto me pierdo, siempre podré preguntar a alguien para que me oriente.
Incluso podría darse el caso de que a última hora cambiara de opinión y decidiera no ir a Huesca. O que me encontrara en la carretera a una hermosa, simpática e interesante autoestopista, que la subiera en mi coche y que surgiera una inesperada historia de amor entre nosotros. Quién sabe...
Lo que sí sé es que vivimos en un Universo lleno de posibilidades... Y que el amor siempre es capaz de cambiar el rumbo de los acontecimientos.
Incluso de aquéllos que ya están escritos...
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