TDAH

Cuando echamos un vistazo al DSM-V (el manual de referencia para el diagnóstico psiquiátrico/psicológico) nos damos cuenta de lo grotescos, además de vagos e inconsistentes, que pueden llegar a resultar algunos de sus pasajes. Y de la nueva y abundosa hornada de trastornos mentales clasificados, así como de la disminución de los umbrales diagnósticos para muchos de los desórdenes ya existentes.

¿Y en qué se traduce todo esto?

Pues en que, prácticamente, cualquier comportamiento humano que se salga mínimamente de lo normal, puede ser calificado, con este manual en la mano, como un desorden o trastorno mental. Por ejemplo: el ser demasiado tímido, el estar muy triste por la pérdida de un ser querido o que un niño no atienda en clase porque la materia que en ella se imparte le resulte poco o nada estimulante.

Pero esto no es lo peor de todo. Lo peor de todo es la velada alianza entre la moderna psiquiatría y las multinacionales farmacéuticas. Algo absolutamente escandaloso. Fundamentalmente, porque para todos y cada uno de estos nuevos trastornos mentales existe un medicamento específico. Por supuesto, con sus correspondientes, y no precisamente leves, efectos secundarios. Aquí de lo que se trata, una vez más, es de hacer negocio. Hacer negocio, digo, a costa de las personas. Hacer negocio enfermándolas. O inventando enfermedades donde no las hay. O haciendo crónicas enfermedades que podrían curarse fácilmente. O dificultando que las personas tengan acceso a medios para aprender a gestionarse su propia salud.

Uno de los trastornos que ahora están más de moda, y que ya tienen su propia etiqueta (y su correspondiente medicamento, cómo no), es el TDAH, o Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad. Se define como un trastorno neurológico del comportamiento caracterizado por distracción moderada a severa, períodos de atención breve, inquietud motora, inestabilidad emocional y conductas impulsivas. Afecta al 5-10% de la población infantil, y no se han demostrado diferencias entre diversas áreas geográficas, grupos culturales o niveles socioeconómicos. Además, representa entre el 20% y el 40% de las consultas en los servicios de psiquiatría infanto-juvenil.

En el DSM-IV se explicita: Habitualmente, los síntomas empeoran en las situaciones que exigen una atención o un esfuerzo mental sostenidos o que carecen de atractivo o novedad intrínsecos (p. ej., escuchar al maestro en clase, hacer los deberes, escuchar o leer textos largos, o trabajar en tareas monótonas o repetitivas).

Vamos a ver: no todos los niños son sumisos ni obedientes, no todos los niños son formales; y no todos los niños se adaptan bien al delirante y antinatural mundo de los adultos. Pero claro, si esto empieza a ser un comportamiento en masa podría ser peligroso para los intereses de muchos.

Por favor, un poco de humildad: los enfermos somos los adultos, el mundo que hemos creado. Es nuestra sociedad la que está enferma. Y no nos damos cuenta de que intentamos venderle esa sociedad a los niños, tratamos de embutir nuestros esquemas, nuestros parámetros, nuestros requisitos y nuestras premisas en sus libérrimas y maravillosas mentes. Pero no somos capaces de reconocer que, simplemente, no les gusta lo que les vendemos. No lo quieren. Y muchos de ellos se rebelan... a su manera, como buenamente pueden y saben, y a menudo de forma totalmente inconsciente.

A los niños lo que más les gusta hacer es jugar y reír, por eso lo propio sería enseñarles jugando y divirtiéndose.

Enseñarles el valor de la autoestima.
Enseñarles a ser personas dignas y honestas.
Enseñarles cómo funciona la Naturaleza, sus leyes y lo esencial que es amarla.
Enseñarles el respeto a todos los seres y a todas las cosas.
Enseñarles a cuidar sus cuerpos y a prevenir enfermedades.
Enseñarles a disfrutar de relaciones armoniosas con los demás.
Enseñarles cuáles son nuestros valores humanos.
Enseñarles a descubrir cuál es su potencial y cuáles son esas facetas, específicas y concretas, en las que brillan o destacan de forma natural.
Y luego... enseñarles todo lo demás.

Es curioso: valoramos y apreciamos que un adulto tenga inquietudes, que sea una persona inquieta. Pero no soportamos a un niño inquieto, a un niño que busca, a un niño que no se conforma con lo establecido, a un niño que no se somete a nuestros dictados.

Además, ¿qué tiene de extraño que un niño tenga inquietud motora? ¿Es un síntoma de que está enfermo? Porque a mí me parece que lo extraño sería todo lo contrario.

¿Y qué tiene de extraño que los niños sean emocionalmente inestables? ¿Podéis presentarme a muchos adultos que no lo sean?

¿Y qué tiene de particular que un niño sea impulsivo? Es algo propio de la niñez, ¿no? Los niños se guían por sus emociones, no por la mente racional. Y ahora resulta que eso es un problema para el que conviene tomar una pastilla.

Antes de estigmatizar a un niño, convendría echar un vistazo a sus padres.

¿Lo atienden lo suficiente?
¿Juegan con él?
¿Le dan cariño y afecto?
¿Lo escuchan con atención?
¿Se interesan por conocer sus sentimientos?
¿Lo besan, lo abrazan y lo acarician?
¿Estimulan su mente adecuadamente para que ésta dé lo mejor de sí?

Porque, a menudo, los niños que son clasificados con TDAH son niños que buscan llamar mucho la atención. ¿Y por qué? Pues, evidentemente, porque no la reciben de sus seres más allegados (las más de las veces, sus propios padres). Todos buscamos lo que no tenemos.

Seamos realistas: a los niños lo que más les gusta de ir al colegio es el hecho de poder relacionarse y jugar con otros niños. Y asignaturas como Manualidades o Dibujo. Pero pretender que ya desde pequeños se estén quietecitos en el pupitre durante horas, y siguiendo más o menos densas y aburridas explicaciones sobre matemáticas, historia, ciencias o literatura, ¿no es un poco pretencioso por nuestra parte?

El que el TDAH tenga visos de convertirse en una pandemia, ¿no podría ser un síntoma de una especie de rebelión infantil?

Quizá lo que ocurre, tal como he apuntado anteriormente, es que los niños comienzan a hartarse de todos esos conocimientos que tratamos de inculcarles. Porque, en esencia, lo que pretendemos a través de esa educación academica, uniformizada y sistematizada, y a menudo rancia y caduca, es que algún día se conviertan en adultos sumisos y obedientes, que sigan la pauta que marca el sistema a través de sus instituciones y de los poderes públicos. Un panorama desalentador que, fácilmente, puede desencantar a cualquier criatura.

Los niños, los adolescentes, los jóvenes, en buena parte, se sienten frustrados y fracasados por no encontrar su sitio en este mundo. Por no poder realizarse a sí mismos desde lo más profundo de su ser. Por no poder expandirse y proyectarse hacia nuevos y anchos horizontes. Por no poder vivir y explorar la esencia de lo que verdaderamente somos:

LIBERTAD, AMOR y ALEGRÍA.
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ANEXO: DIETA INFANTIL Y TDAH

Me consta que existen niños en los que, efectivamente, ese cuadro sintomatológico de inquietud motora, inestabilidad emocional e impulsividad alcanza cotas muy elevadas que hacen sospechar que algo no anda bien. A fin de cuentas, todos los extremos son intrínsecamente desequilibrados, y también eso se aplica a los niños.

Pero antes de darles pastillas para que se estén quietos o para que sean menos impulsivos convendría echar un vistazo a sus dietas. Sobre todo y ESPECIALMENTE al consumo de hidratos de carbono refinados. Y particularmente, al AZÚCAR BLANCO REFINADO y los comestibles que lo contienen en grandes cantidades (cacao en crema para untar o en polvo para añadir a la leche, chuches, bollería industrial, refrescos, etc.). Ya que existen pocos comestibles que puedan desequilibrar tanto el sistema nervioso como el azúcar blanco refinado. Se lleva la palma (de oro).

A esto habría que sumarle el uso y abuso de los lácteos (leche, queso, yogures o bebidas y productos de nueva generación), ya que éstos, además de sobrecargar de toxinas y flemas el organismo humano alimentan en el individuo no lactante la dependencia, la inmadurez y el miedo. Máxime, los lácteos industriales de hoy en día.

Y el otro gran fallo dietético de la alimentación infantil sería el déficit (a veces, incluso, carencia) de frutas y verduras crudas (estas últimas, en forma de ensaladas), cuyos valiosísimos nutrientes son imprescindibles para aportar equilibrio y armonía al organismo, además de ayudarle a eliminar las indeseables toxinas que tanto le perjudican.

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