Algo que me espanta, particularmente, de la sociedad moderna es el lugar que ocupa la ética y la moralidad en nuestra vida cotidiana.
Son pocos, muy pocos, los individuos que tienen la dicha de crecer en un entorno familiar en el que los valores humanos (respeto, tolerancia, comprensión, dulzura, escucha, perdón, sinceridad, confianza...) sean moneda de cambio, y aprendidos por pura osmosis con quienes los ejercen (la mejor forma de educar a un niño, pienso yo, es con el ejemplo). Esos valores, a menudo, son suplidos por otros más mundanos como la codicia, la competitividad, el egoísmo, el consumismo, la insolidaridad, la indolencia, la vehemencia, la agresividad...
Algunos adultos se quejan, diciendo que muchos de los jóvenes de hoy en día son unos maleducados. Yo diría, sin embargo, que la palabra apropiada es ineducados. Porque las más de las veces no han recibido ninguna clase de educación por parte de los adultos, tan solo conocimientos, datos, información... Pero eso no es educar.
Me pregunto cómo se puede construir un mundo mejor, más justo y más próspero (no sólo en lo material), sin los cimientos de la ética y de la moralidad (palabra, esta última, que desvinculo totalmente de la religión, la cual se la ha apropiado indebidamente -y hasta la ha mancillado-). Construir un mundo mejor, sí, ¿pero asentado sobre qué?
Quede claro: no estoy sugiriendo la idea de instaurar academias públicas de moralidad, ni manuales oficiales para la ética y las buenas costumbres. Claro que no. Por de pronto, no vivimos en un estado moral, ni los poderes públicos ejercen la ética (¿qué ética y qué moralidad hay en los sueldazos de los políticos y altos cargos de la administración?, por ejemplo). Difícilmente puede dimanar la ética y la moralidad de donde no las hay.
A mi entender, somos las personas con inquietudes, con afán de crecer, quienes tenemos la opción de formarnos individualmente, de instruirnos a nosotros mismos. ¿Y qué mejor forma de desarrollar las virtudes humanas que practicándolas?
Tal vez no sea fácil. Nos falta el hábito. Pero la experiencia puede devenir maestría con tiempo suficiente.
¿Y por dónde empezar?
Ya en la época de la antigua Grecia se propusieron cuatro como las principales virtudes que podía ejercer y desarrollar un ser humano. Unas virtudes que, en mi opinión, no han perdido ni un ápice de vigencia:
- La JUSTICIA. Consistente en dar a cada uno lo que le corresponde. El patrón con el empleado, el empleado con el patrón. Los gobernantes con los ciudadanos. Los padres con los hijos. Los hermanos con los hermanos...
- La FORTALEZA. Permite la consecución de un objetivo hasta el final, sin importar los obstáculos. Va asociada a la perseverancia, al valor (ante los peligros) y a la capacidad para asumir riesgos. También implica la resistencia, con dignidad, ante las adversidades.
- La TEMPLANZA. Nos faculta para canalizar y controlar nuestros apetitos, en especial, los relativos a la comida y a la sexualidad. Ambas son necesarias, y saludables... si no nos controlan ni nos subyugan. La templanza también ayuda a sobrellevar y superar las adicciones (del tipo que sean), la ira, la violencia, el consumismo...
- La PRUDENCIA. Nos ayuda a saber cuándo aplicar cada virtud y en qué manera. Por eso quizá sea la más importante de todas, y la que requiere de un mayor equilibrio por parte de quien aspira a aplicarla.
Vaya por delante que no pretendo aleccionar a nadie con este artículo. Ni, menos aún, insinuarme yo como un ejemplo viviente de dichas virtudes (en todo caso, sería un modesto aprendiz). Simplemente, creo que si uno pretende actuar de un modo más armónico en su vida no está de más saber reconocer cuáles son esas virtudes que se pretende cultivar, ponerles nombre, darles forma, hacer de ellas algo concreto, un objetivo y un referente al que poder mirar.
Una guía que, al menos, arroje un poco de luz sobre nosotros.
Son pocos, muy pocos, los individuos que tienen la dicha de crecer en un entorno familiar en el que los valores humanos (respeto, tolerancia, comprensión, dulzura, escucha, perdón, sinceridad, confianza...) sean moneda de cambio, y aprendidos por pura osmosis con quienes los ejercen (la mejor forma de educar a un niño, pienso yo, es con el ejemplo). Esos valores, a menudo, son suplidos por otros más mundanos como la codicia, la competitividad, el egoísmo, el consumismo, la insolidaridad, la indolencia, la vehemencia, la agresividad...
Algunos adultos se quejan, diciendo que muchos de los jóvenes de hoy en día son unos maleducados. Yo diría, sin embargo, que la palabra apropiada es ineducados. Porque las más de las veces no han recibido ninguna clase de educación por parte de los adultos, tan solo conocimientos, datos, información... Pero eso no es educar.
Me pregunto cómo se puede construir un mundo mejor, más justo y más próspero (no sólo en lo material), sin los cimientos de la ética y de la moralidad (palabra, esta última, que desvinculo totalmente de la religión, la cual se la ha apropiado indebidamente -y hasta la ha mancillado-). Construir un mundo mejor, sí, ¿pero asentado sobre qué?
Quede claro: no estoy sugiriendo la idea de instaurar academias públicas de moralidad, ni manuales oficiales para la ética y las buenas costumbres. Claro que no. Por de pronto, no vivimos en un estado moral, ni los poderes públicos ejercen la ética (¿qué ética y qué moralidad hay en los sueldazos de los políticos y altos cargos de la administración?, por ejemplo). Difícilmente puede dimanar la ética y la moralidad de donde no las hay.
A mi entender, somos las personas con inquietudes, con afán de crecer, quienes tenemos la opción de formarnos individualmente, de instruirnos a nosotros mismos. ¿Y qué mejor forma de desarrollar las virtudes humanas que practicándolas?
Tal vez no sea fácil. Nos falta el hábito. Pero la experiencia puede devenir maestría con tiempo suficiente.
¿Y por dónde empezar?
Ya en la época de la antigua Grecia se propusieron cuatro como las principales virtudes que podía ejercer y desarrollar un ser humano. Unas virtudes que, en mi opinión, no han perdido ni un ápice de vigencia:
- La JUSTICIA. Consistente en dar a cada uno lo que le corresponde. El patrón con el empleado, el empleado con el patrón. Los gobernantes con los ciudadanos. Los padres con los hijos. Los hermanos con los hermanos...
- La FORTALEZA. Permite la consecución de un objetivo hasta el final, sin importar los obstáculos. Va asociada a la perseverancia, al valor (ante los peligros) y a la capacidad para asumir riesgos. También implica la resistencia, con dignidad, ante las adversidades.
- La TEMPLANZA. Nos faculta para canalizar y controlar nuestros apetitos, en especial, los relativos a la comida y a la sexualidad. Ambas son necesarias, y saludables... si no nos controlan ni nos subyugan. La templanza también ayuda a sobrellevar y superar las adicciones (del tipo que sean), la ira, la violencia, el consumismo...
- La PRUDENCIA. Nos ayuda a saber cuándo aplicar cada virtud y en qué manera. Por eso quizá sea la más importante de todas, y la que requiere de un mayor equilibrio por parte de quien aspira a aplicarla.
Vaya por delante que no pretendo aleccionar a nadie con este artículo. Ni, menos aún, insinuarme yo como un ejemplo viviente de dichas virtudes (en todo caso, sería un modesto aprendiz). Simplemente, creo que si uno pretende actuar de un modo más armónico en su vida no está de más saber reconocer cuáles son esas virtudes que se pretende cultivar, ponerles nombre, darles forma, hacer de ellas algo concreto, un objetivo y un referente al que poder mirar.
Una guía que, al menos, arroje un poco de luz sobre nosotros.
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