El fin de la guerra de los sexos y los nuevos paradigmas de género.

Durante miles y miles de años las mujeres han vivido bajo el yugo de la dominación masculina, la cual les ha negado, incluso, algunos de sus derechos fundamentales. Con el tiempo, y sobre todo en los últimos 150 años, a pesar de lo que todavía queda por hacer, el panorama de la mujer ha cambiado drásticamente en el mundo, lo que a la postre está significando una progresiva conquista en el ámbito de la igualdad, de los derechos y de las oportunidades (respecto del hombre).

En todo este proceso, sin embargo, se ha producido un fenómeno previsible: el grado de oscilación del péndulo en un sentido determina, con toda exactitud, su grado de oscilación en el otro sentido. Y con esto pretendo significar que las mujeres, en conjunto, han pasado de un estado de represión durante miles de años a un grado de liberación casi total en menos de 150 años, llevándoles, en particular en los últimos tiempos, a adoptar, y a asumir como propios, esos mismos roles (a veces machistas, insensibles o tiránicos) que, de manos del patriarcado (haciendo gala de una masculinidad mal entendida), tanto han sufrido y detestado.

En el seno de una civilización madura y desarrollada, sus individuos, hombres y mujeres, legítimamente, podemos aspirar a vivir en igualdad de derechos y de oportunidades. Faltaría más. En mi opinión, es lo justo, es lo correcto, es lo armónico. Pero conscientes de que hombres y mujeres somos muy distintos. Y no ya sólo en lo concerniente a nuestra biología, sino en nuestra forma de pensar, de sentir y de actuar.

Así como existe un orden en la Naturaleza, es conveniente que exista ese mismo orden en la sociedad humana, de tal modo que cada individuo, merced a su propia singularidad e idiosincrasia, ocupe en ella el lugar que le corresponde. Por ejemplo, un político debería poder acceder a un cargo de responsabilidad, no por enchufe, sino por méritos propios, por estar suficientemente cualificado. De la misma manera que en el seno de una familia las decisiones importantes deben tomarlas los padres y no los hijos pequeños, los cuales todavía no poseen suficiente conciencia ni madurez. Esto es algo tan obvio, tan evidente, que se cae por su propio peso.

Entonces, si hombres y mujeres pensamos y sentimos de un modo diferente, ¿por qué a veces, consciente o inconscientemente, se pretende llevar la igualdad a los extremos? ¿No es esto un acto contra natura del que sólo cabría esperar consecuencias desagradables? ¿Por qué pretender uniformizar superficialmente a individuos que, en el fondo, son diferentes?

Las diferencias en las formas de pensar, de sentir y de actuar entre hombres y mujeres no han surgido a lo largo de la evolución y de la historia de nuestra especie para que terminemos haciendo una guerra entre sexos, han surgido para propiciar un fenómeno tan maravilloso como enriquecedor y deseable: la complementariedad de los sexos.

Lo subrayo: hombres y mujeres, legítimamente, podemos aspirar a vivir en igualdad de derechos y de oportunidades, pero, por favor, reconsideremos el pensar, sentir y actuar de la misma forma. Porque, de facto, no pensamos ni sentimos ni actuamos de la misma manera. Menos mal...

En un estado ideal de equilibrio y armonía entre los sexos, no existiría la jerarquía entre ellos, ni la superioridad de uno respecto del otro; menos aún, una relación de dominación-sumisión. Cuando es la armonía la que impele la manera de pensar o de actuar de un hombre o de una mujer, desaparecen las comparaciones, no existen formas mejores ni peores. Existe, antes bien, una espontánea diversidad que invita a la complementariedad, a convivir y a trabajar en equipo, a mirar juntos hacia delante. Y es a través de esa comunión (común unión), de esa empatía (ponerse en la piel del otro), de ese mutuo abrazo entre lo masculino y lo femenino, de donde surge la belleza, la armonía, la riqueza y la unidad (la cual, a su vez, se contrapone a la fragmentación, a la ruptura).

Aunque el polo masculino y el polo femenino coexisten tanto en hombres como en mujeres, no se expresan del mismo modo a través de unos y de otros. Por eso, subsiste un impulso, una tendencia y hasta una necesidad de nutrirse las mujeres con la masculinidad de los hombres (o de lo masculino) y los hombres de beber de la feminidad de las mujeres (o de lo femenino).

Los hombres, como subgrupo dentro de la especie humana, anhelamos y necesitamos el encuentro con lo femenino: con la comprensión, con la dulzura, con la delicadeza, con la amabilidad, con el reconocimiento, con el calor, con el corazón... Y las mujeres, también como subgrupo dentro de la especie humana, anhelan y necesitan el encuentro con lo masculino: con el valor, con la determinación, con la confianza, con la fuerza, con el coraje, con lo racional…

Lo armónico es que tanto hombres como mujeres atesoremos y encarnemos en nuestro propio ser los dos aspectos de la dualidad: polo masculino y polo femenino, pues hombres y mujeres requerimos todas esas cualidades (recursos humanos) para afrontar exitosamente los retos de la vida y para vivir felizmente. Sin embargo, habida cuenta de que esos valores no se manifiestan del mismo modo a través de unos y de otros, es de ahí, precisamente, de donde se desprende la necesidad de la complementariedad.

Definitivamente, hombres y mujeres no estamos aquí, en este mundo, para hacernos la guerra. Nos atraemos, nos encontramos y nos fusionamos, en el mejor de los escenarios, para crear sinergia (1+1=+ de 2), para vivir el amor en todas sus facetas y en plenitud. Algo muy difícil (por no decir imposible) de conseguir desde el enfrentamiento, desde la distancia o desde la individualidad.

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