"Gladiator", de Ridley Scott.

Cinematográficamente hablando, recuerdo el año 1982 como un año de gloria. Es posible que cualquier aficionado a la ciencia-ficción comparta conmigo este sentimiento. A fin de cuentas, fue el del estreno de Blade Runner. Una película que marcó época y que llegó a convertirse en un objeto de culto para los amantes del género.

Inevitablemente, tamaña obra maestra debía tener un artífice. Y fue por aquel entonces cuando por primera vez escuché su nombre: Ridley Scott. Alabado seas.

Alien, el octavo pasajero, Thelma y Louise, El reino de los cielos o American Gangster son algunos de los títulos que le han conferido su merecida fama de gran director (lo que no quita para que en su obra existan algunos desatinos; nadie es perfecto).

Uno de esos célebres largometrajes suyos, basado en hechos reales, fue el oscarizado Gladiator (óscar a la mejor película, al mejor actor, vestuario, sonido y efectos visuales), una película del año 2000 que, sin embargo, he visionado por primera vez hace pocas semanas.

Dedico un espacio en Saliment a este filme no sólo porque me parezca magnífico sino por el jugo que, entiendo, se le puede sacar.

Aparte de las exquisitas interpretaciones y de la puesta en escena, me atrae la figura de Cómodo, el hijo del emperador Marco Aurelio. En un primer momento, no pude por menos que empatizar con el protagonista: el general Máximo. ¿Qué hombre no desearía ser así?: fuerte y valiente, carismático, noble, y, al mismo tiempo, sensible y compasivo. Una deliciosa mezcla de altos valores, sin duda, y el contrapunto de Cómodo: el cobarde, el traicionero, el ambicioso, el insensible, el parricida, y, por encima de todo, el abyecto.

Sin embargo, la segunda vez que la vi, empezó a cambiar mi perspectiva de las cosas, fundamentalmente, porque comprendí que detrás de la infame vileza de Cómodo se escondía un ser humano subyugado por el miedo y la ira (algo muy penoso); y que la razón última de todos sus despropósitos no era otra que el de sentirse amado por los demás, ya que ni siquiera pudo contar con el amor de su propio padre (quien, de hecho, amaba al general Máximo como a su propio hijo).

Es cierto que me gusta hacer de abogado del diablo. Porque es tan fácil ver al general Máximo como el bueno y a Cómodo como el malo... cuando éste sólo anhela como agua de mayo lo que cualquier ser humano: sentir depositado en él el afecto de los demás, su reconocimiento, su peso en el mundo, formar parte importante de una comunidad, de un todo mayor... Sin embargo, y muy a su pesar, tiene que vivir cada instante de su vida, incluso como césar, a la sombra augusta que impone (sin pretenderlo en absoluto) su hermano: el hijo pródigo, el general Máximo (cuyo nombre lo dice todo).

Curioso que Marco Aurelio, apodado El Emperador Sabio (por su vasta cultura y buen hacer), reconociera arrodillado ante un compungido y desesperado Cómodo: Tus fallos como hijo son mi fracaso como padre.

Cuántos caminos errados, cuántas atrocidades, cuántos crímenes horrendos es capaz de perpetrar un ser humano para, en el fondo y en esencia, encontrar el amor en su vida, encontrar el aprecio, el reconocimiento, el cariño, la comprensión, el ser escuchado, una caricia, un beso, un abrazo...

La primera vez que vi la película me emocionó al final (acompasando la preciosa banda sonora) ver tendido en la arena el cuerpo exánime de Máximo, el gran hombre, el héroe, el digno, el amado por todos.

La segunda, mi corazón estaba con Cómodo.

Comentarios