Principio de presunción de inocencia

Es comprensible que los seres humanos, máxime en los tiempos que corren, soñemos con un mundo mejor: menos contaminado, más amoroso, más justo... Con todo, acostumbramos a reivindicar estos cambios a aquellas personas que entendemos que tienen el poder: políticos, gobernantes, organizaciones y multinacionales (no necesariamente en ese orden). Pero, ¿qué pasa con nosotros? ¿Dónde queda nuestro poder? ¿Es que nosotros, como individuos, no somos capaces de cambiar el mundo?

Personalmente, creo que la respuesta radica en esta máxima: Cámbiate a ti mismo y cambiarás el mundo.

Por eso, ¿se puede aspirar a vivir en un mundo menos contaminado si cada día contaminamos nuestro propio cuerpo con sustancias tóxicas o una alimentación refinada, si nunca hacemos nada para limpiarnos por dentro? ¿Se puede aspirar a vivir en un mundo más amoroso si no cultivamos la autoestima y la mantenemos en un grado elevado? ¿Se puede aspirar a vivir en un mundo más justo si no somos capaces de respetar a los demás en lo básico, en lo primordial, en sus derechos fundamentales?

Desde los albores mismos de la Humanidad los seres humanos hemos buscado elaborar leyes que rigieran nuestra convivencia, y lo cierto es que muchas de esas leyes, efectivamente, promovían la justicia entre las personas. Otra cosa muy diferente es que se cumplieran. Pero que los seres humanos somos capaces de apuntar muy alto, de eso no cabe ninguna duda.

El Principio de presunción de inocencia (Todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario) es una de los principios jurídicos más dignos y nobles que ha concebido el ser humano. Y prueba de ello es que se erige en una garantía consagrada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Fijaos que cuando en un pueblo o en una nación se impone el yugo de una dictadura, el Principio de presunción de inocencia es una de los preceptos que antes se sacrifican. A fin de cuentas, todos los dictadores son dominados por el miedo, y esto les vuelve un tanto paranoicos. Por eso, para ellos, cualquier persona que adopte un comportamiento que se salga de sus directrices es sospechoso de querer atentar contra sus intereses. Así pues, en el seno de una dictadura, es muy frecuente que se presuma la culpabilidad de un sospechoso mucho antes que su inocencia. Con todo lo que eso puede suponer.

De todos modos, no tenemos que irnos a ámbitos tan infames como una dictadura para encontrar una violación flagrante de este derecho fundamental. Podemos irnos a lo cotidiano, y a nuestro propio entorno, para descubrir ejemplos reiterados y consolidados entre las personas. Los cuales ponen de relieve, una vez más, la hipocresía y la indignidad de las que a veces hace gala el ser humano; incluso en pleno siglo XXI.

Aun hoy en día vivimos inmersos en una sociedad donde los bulos, los rumores y los prejuicios están a la orden del día. Vivimos en un país donde prácticamente cualquiera se permite el lujo de vertir acusaciones, a veces muy graves, sobre terceras personas basándose en rumores insidiosos, en conjeturas inconsistentes, o, en lo que es peor aún: la sola intuición. ¿De veras alguien en su sano juicio, alguien que se autodenomine demócrata, puede acusar a alguien por habladurías o por lo que le dice su sexto sentido?

Vale que podemos tener motivos para sospechar de alguien. Vale que nuestra intuición podría decirnos que estamos en lo cierto. ¿Pero se debe acusar a alguien sin pruebas... y jactarse de ello?

Imaginemos a una pareja que viven juntos. Él lleva varios meses sin empleo, ella tiene una economía más que desahogada y unos sustanciosos ahorros. Un viernes por la noche tienen una discusión muy acalorada y él le dice gritando a ella: ¡Como vuelvas a decir que no soy un hombre, te mato! El domingo los vecinos oyen un disparo, llaman a la policía y les cuentan lo sucedido. La víctima es encontrada con un agujero en la cabeza y signos inequívocos de haber sido violada con gran violencia. El lunes por la tarde las fuerzas de seguridad encuentran al hombre en una playa cercana a su domicilio en brazos de otra mujer y lo detienen. Al presunto homicida se le juzga, se le encuentra culpable y se le condena a la cámara de gas. Sin embargo, a unos pocos días de la ejecución de la sentencia y basándose en ciertas incongruencias del fiscal, un perspicaz detective contratado por su abogado (amigo del inculpado) consigue probar que la difunta fue víctima de un robo. Es más, en la escena del crimen el detective encuentra una pista que conduce a la captura y posterior arresto del verdadero homicida. En consecuencia, a tan sólo dos días de que se ejecutara la sentencia, el compañero de la mujer asesinada es declarado inocente y puesto en libertad sin cargos. Posteriormente, el asesino, un perturbado mental, es condenado a cadena perpetua.

¿Un relato de ficción? No, un hecho real; como tantos otros de semejante índole, que tuvo lugar hace un par de décadas en Estados Unidos. ¿Pero sabéis cuánta gente, con peor fortuna, ha sido encarcelada y ejecutada, en ese país y en otros muchos sin pruebas suficientes? ¿Sabéis que en la dictadura que vivimos en España bastaba el testimonio de personas afines al régimen para inculpar, torturar, y, en algunos casos, asesinar a personas inocentes? Personas que no habían hecho absolutamente nada.

Todos los demócratas, todos los que creemos en el potencial honroso del estado de derecho (el estado somos todos, no sólo el gobierno y las instituciones), abominamos los ideales y las conductas que conducen a esos execrables crímenes. Sin embargo, son pocas las personas que escapan de esa ignominiosa y trasnochada epidemia que es el hablar por hablar, el no saber callar cuando hay que callar, el acusar a personas (un familiar, un vecino, un compañero de trabajo, una expareja, etc.) sin pruebas y pretender, por si fuera poco, que otros comulguen con esa manera de ir por el mundo. ¿Pero es que acaso la vida y la reputación de una persona no son tesoros suficientemente sagrados como para que se mancillen frívolamente por los intereses personales? ¿Y no es una hipocresía acusar a los dictadores de saltarse a la torera el Principio de presunción de inocencia y saltárnoslo nosotros cuando nos conviene para acusar a alguien que no nos cae bien o que nos ha hecho daño? ¿Pueden el miedo y el dolor ser la excusa, el justificante perfecto para amordazar la conciencia? Insisto: ¿aspiramos a vivir en un mundo justo sin ser primero nosotras unas personas justas? ¿Qué sentido tendría algo así? ¿No es contradictorio?

No es suficiente una sospecha para acusar a alguien, tampoco una sorprendente coincidencia, ni un rumor gritado a voces por una multitud, ni siquiera lo que nos diga nuestra intuición en un momento dado. A nadie le gustaría ser acusado de un delito sólo por sospechas, conjeturas o porque lo diga una mayoría de gente. Todos merecemos ser contemplados de forma objetiva y valorados equitativamente, sin favoritismos ni parcialidad.

Por tanto, opino que antes de señalar a alguien con nuestro dedo acusador convendría, al menos, que tuviéramos presentes algunas consignas:

- In dubio pro reo: es una locución latina, que expresa el principio jurídico de que en caso de duda, por ejemplo, por insuficiencia probatoria, se favorecerá al imputado o acusado (reo). Es uno de los pilares del Derecho penal moderno donde el fiscal o agente estatal equivalente debe probar la culpa del acusado y no este último su inocencia. Podría traducirse como Ante la duda, a favor del reo.
- Que con la misma vara de medir que midamos a los demás seremos medidos nosotros (Quien a hierro mata, a hierro muere).
- Que cuando señalamos a alguien con el dedo acusador de nuestra mano otros tres dedos nos señalan a nosotros.
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En relación con este tema que me ocupa hoy, existe una obra maestra del cine: Doce hombres sin piedad, que ya comenté en su día en Saliment. Vale la pena que la veáis. Seguro que la disfrutaréis muchísimo y que no os dejará indiferentes.

Podéis bajárosla de Internet de forma completamente gratuita en el siguiente vínculo:

Descargar Doce hombres sin piedad

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