Un simple pensamiento erótico de veinte o treinta segundos sería más que suficiente para provocar una erección en un hombre (sin que en ningún momento se automanipulara). De la misma manera que un disgusto podría cerrar nuestro estómago durante horas. Y son sólo dos ejemplos muy básicos de cómo la mente y las emociones son capaces de provocar efectos claramente perceptibles en nuestro cuerpo. De cómo lo no físico (lo invisible) repercute en lo físico (lo visible). ¿Os imagináis, pues, hasta qué punto y de qué manera influiría en una persona un pensamiento negativo reiterado sistemáticamente o un doloroso duelo que se prolongue durante años?
Por eso, cuando una persona se siente enferma, ¿cómo se puede pasar por alto la cuestión de la mente y de las emociones? ¿Cómo se puede llegar a la conclusión de que lo único importante es el cuerpo y que para curarlo sólo es oportuno utilizar sustancias químicas o un bisturí? ¿Es que el alma no cuenta para nada? ¿De veras no importa cómo piensa la persona, cómo se relaciona con los demás ni lo que siente en cada momento de su vida?
Siempre que nos encontramos ante una persona enferma descubrimos que la manifestación de sus síntomas es inmediatamente posterior a la vivencia de un conflicto (un conflicto de mayor o menor envergadura que no se ha resuelto satisfactoriamente). Si retrocedemos en el tiempo, en el historial de su vida, podremos hallar sin dificultades el paralelismo exacto entre su afección y ese momento o período previo de inarmonía que estaba experimentando.
Lo cierto es que las personas, por muy especiales que nos creamos, vivimos cosas muy parecidas. Sin embargo, lo que marca (a veces, grandes) diferencias entre nosotros, fundamentalmente, es el modo en que interpretamos la realidad. Es decir, la actitud con que la afrontamos. De lo que podríamos deducir que existen dos formas esenciales de tomarse las distintas situaciones que vivimos: de un modo constructivo (actitud positiva) o de un modo destructivo (actitud negativa).
Se nos hace creer que la enfermedad es como una lotería: que te toca o no te toca dependiendo de la suerte que puedas tener, y que en ningún caso uno es el responsable de padecerla. Los culpables, antes bien, son los virus, las bacterias, la genética o la mala suerte. No obstante, siempre que ha habido epidemias ha habido individuos que no se han contagiado. Pero la ciencia sólo ha investigado a esos individuos a un nivel físico, nunca a un nivel psicoemocional. No se ha tomado la molestia de establecer una correspondencia entre su modo de vida, su actitud y las enfermedades que han padecido.
Yo he podido constatar esa correspondencia durante todos los años que llevo dedicándome a mi profesión. He abordado cientos de casos y no he encontrado ninguna excepción a ese principio: el que dice que existe una relación causa-efecto muy precisa (milimétrica, diría yo) entre nuestro modo de actuar en la vida (actitud) y nuestro grado de salud.
A esta visión podríamos denominarla Medicina del Alma. Y no es una visión que menosprecie o infravalore el aspecto físico de la enfermedad; ni mucho menos. En realidad, lo contempla, pero insertado en una perspectiva mucho más amplia, más holística, teniendo en cuenta el todo y no sólo las partes. Porque en esa cadena de acotecimientos la parte física sólo es la última fase, y no la primera.
Por fortuna, esta visión de la realidad se está expandiendo y arraigando cada vez más en nuestra sociedad ya que no solamente nos aporta una necesaria visión de conjunto, mucho más amplia que la de los viejos paradigmas (y mucho más solvente, dicho sea de paso) sino que nos confiere una máxima responsabilidad sobre nuestros actos. En consecuencia, podemos concluir que sí somos responsables, por activa o por pasiva, consciente o inconscientemente, de lo que nos ocurre en nuestra vida. Lo cual, no es ninguna desgracia. Todo lo contrario. Esta manera de ver la vida nos da poder a los seres humanos. Poder para gobernarla, poder sobre nuestro destino, poder para ser más independientes.
Y poder, en definitiva, para ser mejores y más felices.
Por eso, cuando una persona se siente enferma, ¿cómo se puede pasar por alto la cuestión de la mente y de las emociones? ¿Cómo se puede llegar a la conclusión de que lo único importante es el cuerpo y que para curarlo sólo es oportuno utilizar sustancias químicas o un bisturí? ¿Es que el alma no cuenta para nada? ¿De veras no importa cómo piensa la persona, cómo se relaciona con los demás ni lo que siente en cada momento de su vida?
Siempre que nos encontramos ante una persona enferma descubrimos que la manifestación de sus síntomas es inmediatamente posterior a la vivencia de un conflicto (un conflicto de mayor o menor envergadura que no se ha resuelto satisfactoriamente). Si retrocedemos en el tiempo, en el historial de su vida, podremos hallar sin dificultades el paralelismo exacto entre su afección y ese momento o período previo de inarmonía que estaba experimentando.
Lo cierto es que las personas, por muy especiales que nos creamos, vivimos cosas muy parecidas. Sin embargo, lo que marca (a veces, grandes) diferencias entre nosotros, fundamentalmente, es el modo en que interpretamos la realidad. Es decir, la actitud con que la afrontamos. De lo que podríamos deducir que existen dos formas esenciales de tomarse las distintas situaciones que vivimos: de un modo constructivo (actitud positiva) o de un modo destructivo (actitud negativa).
Se nos hace creer que la enfermedad es como una lotería: que te toca o no te toca dependiendo de la suerte que puedas tener, y que en ningún caso uno es el responsable de padecerla. Los culpables, antes bien, son los virus, las bacterias, la genética o la mala suerte. No obstante, siempre que ha habido epidemias ha habido individuos que no se han contagiado. Pero la ciencia sólo ha investigado a esos individuos a un nivel físico, nunca a un nivel psicoemocional. No se ha tomado la molestia de establecer una correspondencia entre su modo de vida, su actitud y las enfermedades que han padecido.
Yo he podido constatar esa correspondencia durante todos los años que llevo dedicándome a mi profesión. He abordado cientos de casos y no he encontrado ninguna excepción a ese principio: el que dice que existe una relación causa-efecto muy precisa (milimétrica, diría yo) entre nuestro modo de actuar en la vida (actitud) y nuestro grado de salud.
A esta visión podríamos denominarla Medicina del Alma. Y no es una visión que menosprecie o infravalore el aspecto físico de la enfermedad; ni mucho menos. En realidad, lo contempla, pero insertado en una perspectiva mucho más amplia, más holística, teniendo en cuenta el todo y no sólo las partes. Porque en esa cadena de acotecimientos la parte física sólo es la última fase, y no la primera.
Por fortuna, esta visión de la realidad se está expandiendo y arraigando cada vez más en nuestra sociedad ya que no solamente nos aporta una necesaria visión de conjunto, mucho más amplia que la de los viejos paradigmas (y mucho más solvente, dicho sea de paso) sino que nos confiere una máxima responsabilidad sobre nuestros actos. En consecuencia, podemos concluir que sí somos responsables, por activa o por pasiva, consciente o inconscientemente, de lo que nos ocurre en nuestra vida. Lo cual, no es ninguna desgracia. Todo lo contrario. Esta manera de ver la vida nos da poder a los seres humanos. Poder para gobernarla, poder sobre nuestro destino, poder para ser más independientes.
Y poder, en definitiva, para ser mejores y más felices.
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