Un veneno es una sustancia que incorporada a un ser vivo en pequeñas cantidades puede producir graves alteraciones funcionales, e, incluso, la muerte. ¿Pero qué pasa con las sustancias que necesitan mayores dosis para producir efectos letales? ¿Acaso no son venenos?
En las cajetillas de tabaco reza una advertencia totalmente explícita y sin ambages: Fumar mata. Así que quien la compra, al menos, sabe lo que se mete en el cuerpo; y decide libremente. Sin embargo, ¿por qué no existe una advertencia semejante en los paquetes de azúcar blanco que se venden en los supermercados?
Si de lo que hablamos es de este peligroso veneno, el azúcar blanco, lo principal es dejar clara la diferencia entre un alimento y un comestible. El primero nutre, y aporta armonía y vitalidad. El segundo desnutre, desequilibra y desvitaliza. Todo por el mismo precio. O, dicho de otro modo: pagar para que a uno le maten lentamente. La ventaja con la que cuenta la industria azucarera es que, si una persona no está debidamente informada, nunca asociará determinadas afecciones o enfermedades que pueda llegar a padecer con el consumo frecuente (o cotidiano) de azúcar blanco.
Y es que una cosa es el jugo de la caña de azúcar: integral y muy rico en nutrientes (vitaminas, minerales, enzimas, oligoelementos, aminoácidos...), y otra radicalmente distinta los cristalitos de sacarosa que algunas personas echan en el café o en el yogur (que resultan de un complejo proceso industrial de refinado), ya que para metabolizar esta sustancia el organismo tiene que echar mano de una larga lista de nutrientes incorporados a su estructura, lo que más adelante supondrá una merma de sus reservas. Esto no sólo se traduce en caries, sino también en osteoporosis, por ejemplo, en diabetes, en todo tipo de afecciones cutáneas; y en una larga serie de enfermedades asociadas al sistema nervioso, tales como hiperactividad, ansiedad, irritabilidad, insomnio; incluso enfermedades mentales como la psicosis, la esquizofrenia, la depresión crónica o el trastorno bipolar. El azúcar blanco no hace distinciones, y no respeta a nadie. Es sólo una cuestión de tiempo que se dejen sentir sus nefastos efectos sobre la salud.
Es como si las sustancias refinadas (azúcar, cereales, aceites, etc.) conservaran memoria de lo que fueron en origen (elementos integrales), y, por decirlo de un modo gráfico, desearan volver a recuperar su estado inicial de integridad. Eso sí, a costa de robar todo tipo de nutrientes a nuestro cuerpo (ni más ni menos que aquellos que se le han quitado con el refinado).
Soy consciente de que esto suena tremendo. Es que lo es (y todavía más cruda y amarga es la realidad). Entonces, podríamos preguntarnos, ¿cómo permite el estado que se venda un producto así? Bueno... ¿acaso no se vende tabaco en las tiendas y se permite que jóvenes adolescentes desfallezcan ebrios en las plazas públicas donde hacen botellón? El estado y las autoridades permiten todo aquello que sea altamente rentable, aunque sea nocivo para la salud. Para muestra de lo que digo: el fraude de la Gripe A, respaldado por gobiernos y por la mismísima ONU.
El caso es que si entráis en Google y buscáis azúcar blanco encontraréis cientos de referencias, algunas verdaderamente escalofriantes, sobre este poderoso veneno. Pero a mí me gustaría focalizar hoy mi atención sobre aspectos menos conocidos del azúcar blanco, a saber: cómo afecta a la sociedad y a los individuos que la conforman.
El consumo sistemático de azúcar blanco, y de todos aquellos comestibles que la contienen (bollería industrial, chucherías, bebidas refrescantes, etc.), produce desequilibrios psicoemocionales tan serios e importantes como efectos físicos provoca en el organismo. Es decir, el azúcar blanco des-integra (fragmenta) nuestro cuerpo, por cuanto que lo des-nutre, y, por la misma regla de tres, nuestra mente, adentrando al individuo, y a las sociedades modernas que la consumen en grandes cantidades, en una visión y en una percepción parcial, en extremo, de la realidad.
El azúcar blanco, como falso dulce que es (no integral, no auténtico, no verdadero), simboliza la falsa dulzura, el falso amor, esto es: la querencia. Por eso, el azúcar blanco es el comestible que más alimenta el ego humano, propiciando la falta de integridad en el individuo.
Y es que el ego no busca entender ni entenderse. No se solidariza jamás ni se compadece de nadie. No respeta ni tolera. Acompañado a menudo del miedo, divide, diferencia, compartimenta y etiqueta. Sólo persigue satisfacer sus propias necesidades de atención y de poder a costa de sacrificar la armonía del entorno que le circunda y de los seres que en él habitan. Ese es su objetivo primordial. Porque el ego ve la parte en vez de el todo.
El ego, ciertamente, se contrapone a la visión integral (holística) de la realidad y de las personas, en la cual predomina siempre el todo frente a las partes. Y se opone, además, al amor (que acerca, integra, unifica, agrupa e iguala). Nos polariza en el miedo.
Pensémoslo por un instante: vivir en un mundo, en una sociedad, donde la especie predominante (la raza humana) está formada por una mayoría de individuos que, en vez de cooperar unos con otros en pos del bien común, pugnan incansablemente en defensa de sus propios intereses. Cientos de millones de personas deficitarias de integridad (cuando no, carentes) impelidas, con frecuencia de forma inconsciente, por este perverso resorte. En modo alguno puede ser la armonía el resultado final. Ni el amor. El resultado final es, antes bien, el miedo. Y cuando el miedo alcanza cotas suficientemente elevadas, deviene en guerra (la máxima expresión de desunión). No sólo las que ejecutamos con misiles y aviones de combate. También son guerras, en menor escala, las disputas entre hermanos, los discusiones en las parejas, las riñas y los litigios vecinales. Un comportamiento, una conducta, que se ve potenciada y articulada merced a una legión de comestibles refinados. A la cabeza de los cuales, ocupando un merecido puesto ganado a pulso, se halla el azúcar blanco refinado.
En las cajetillas de tabaco reza una advertencia totalmente explícita y sin ambages: Fumar mata. Así que quien la compra, al menos, sabe lo que se mete en el cuerpo; y decide libremente. Sin embargo, ¿por qué no existe una advertencia semejante en los paquetes de azúcar blanco que se venden en los supermercados?
Si de lo que hablamos es de este peligroso veneno, el azúcar blanco, lo principal es dejar clara la diferencia entre un alimento y un comestible. El primero nutre, y aporta armonía y vitalidad. El segundo desnutre, desequilibra y desvitaliza. Todo por el mismo precio. O, dicho de otro modo: pagar para que a uno le maten lentamente. La ventaja con la que cuenta la industria azucarera es que, si una persona no está debidamente informada, nunca asociará determinadas afecciones o enfermedades que pueda llegar a padecer con el consumo frecuente (o cotidiano) de azúcar blanco.
Y es que una cosa es el jugo de la caña de azúcar: integral y muy rico en nutrientes (vitaminas, minerales, enzimas, oligoelementos, aminoácidos...), y otra radicalmente distinta los cristalitos de sacarosa que algunas personas echan en el café o en el yogur (que resultan de un complejo proceso industrial de refinado), ya que para metabolizar esta sustancia el organismo tiene que echar mano de una larga lista de nutrientes incorporados a su estructura, lo que más adelante supondrá una merma de sus reservas. Esto no sólo se traduce en caries, sino también en osteoporosis, por ejemplo, en diabetes, en todo tipo de afecciones cutáneas; y en una larga serie de enfermedades asociadas al sistema nervioso, tales como hiperactividad, ansiedad, irritabilidad, insomnio; incluso enfermedades mentales como la psicosis, la esquizofrenia, la depresión crónica o el trastorno bipolar. El azúcar blanco no hace distinciones, y no respeta a nadie. Es sólo una cuestión de tiempo que se dejen sentir sus nefastos efectos sobre la salud.
Es como si las sustancias refinadas (azúcar, cereales, aceites, etc.) conservaran memoria de lo que fueron en origen (elementos integrales), y, por decirlo de un modo gráfico, desearan volver a recuperar su estado inicial de integridad. Eso sí, a costa de robar todo tipo de nutrientes a nuestro cuerpo (ni más ni menos que aquellos que se le han quitado con el refinado).
Soy consciente de que esto suena tremendo. Es que lo es (y todavía más cruda y amarga es la realidad). Entonces, podríamos preguntarnos, ¿cómo permite el estado que se venda un producto así? Bueno... ¿acaso no se vende tabaco en las tiendas y se permite que jóvenes adolescentes desfallezcan ebrios en las plazas públicas donde hacen botellón? El estado y las autoridades permiten todo aquello que sea altamente rentable, aunque sea nocivo para la salud. Para muestra de lo que digo: el fraude de la Gripe A, respaldado por gobiernos y por la mismísima ONU.
El caso es que si entráis en Google y buscáis azúcar blanco encontraréis cientos de referencias, algunas verdaderamente escalofriantes, sobre este poderoso veneno. Pero a mí me gustaría focalizar hoy mi atención sobre aspectos menos conocidos del azúcar blanco, a saber: cómo afecta a la sociedad y a los individuos que la conforman.
El consumo sistemático de azúcar blanco, y de todos aquellos comestibles que la contienen (bollería industrial, chucherías, bebidas refrescantes, etc.), produce desequilibrios psicoemocionales tan serios e importantes como efectos físicos provoca en el organismo. Es decir, el azúcar blanco des-integra (fragmenta) nuestro cuerpo, por cuanto que lo des-nutre, y, por la misma regla de tres, nuestra mente, adentrando al individuo, y a las sociedades modernas que la consumen en grandes cantidades, en una visión y en una percepción parcial, en extremo, de la realidad.
El azúcar blanco, como falso dulce que es (no integral, no auténtico, no verdadero), simboliza la falsa dulzura, el falso amor, esto es: la querencia. Por eso, el azúcar blanco es el comestible que más alimenta el ego humano, propiciando la falta de integridad en el individuo.
Y es que el ego no busca entender ni entenderse. No se solidariza jamás ni se compadece de nadie. No respeta ni tolera. Acompañado a menudo del miedo, divide, diferencia, compartimenta y etiqueta. Sólo persigue satisfacer sus propias necesidades de atención y de poder a costa de sacrificar la armonía del entorno que le circunda y de los seres que en él habitan. Ese es su objetivo primordial. Porque el ego ve la parte en vez de el todo.
El ego, ciertamente, se contrapone a la visión integral (holística) de la realidad y de las personas, en la cual predomina siempre el todo frente a las partes. Y se opone, además, al amor (que acerca, integra, unifica, agrupa e iguala). Nos polariza en el miedo.
Pensémoslo por un instante: vivir en un mundo, en una sociedad, donde la especie predominante (la raza humana) está formada por una mayoría de individuos que, en vez de cooperar unos con otros en pos del bien común, pugnan incansablemente en defensa de sus propios intereses. Cientos de millones de personas deficitarias de integridad (cuando no, carentes) impelidas, con frecuencia de forma inconsciente, por este perverso resorte. En modo alguno puede ser la armonía el resultado final. Ni el amor. El resultado final es, antes bien, el miedo. Y cuando el miedo alcanza cotas suficientemente elevadas, deviene en guerra (la máxima expresión de desunión). No sólo las que ejecutamos con misiles y aviones de combate. También son guerras, en menor escala, las disputas entre hermanos, los discusiones en las parejas, las riñas y los litigios vecinales. Un comportamiento, una conducta, que se ve potenciada y articulada merced a una legión de comestibles refinados. A la cabeza de los cuales, ocupando un merecido puesto ganado a pulso, se halla el azúcar blanco refinado.
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