Todos conocemos algunos de los factores orgánicos que propician la pérdida de audición:
- predisposición genética (herencia),
- infecciones graves de oído,
- traumatismos,
- ciertos medicamentos,
- exponerse a ruidos intensos de manera prolongada/reiterada,
- envejecimiento, etc.
Sin embargo, la causa primera, y desencadenante de todas las demás, nunca se encuentra en el plano físico sino en el psicoemocional. Por consiguiente, la pérdida de audición, o incluso la sordera no congénita, es en esencia, como todas las afecciones y enfermedades, la expresión corpórea de un conflicto no resuelto. Así pues, su lectura simbólico-metafórica se halla implícita en la propia descripción de la sintomatología, a saber: la dificultad o la incapacidad para escuchar. A lo que habría que añadir otro elemento no menos importante, que podemos encontrar en la etimología de la palabra absurdo (sin sentido, disparatado, contrario a la razón), la cual se compone de la partícula latina ab (de) y el adjetivo surdus (sordo). De este modo, la palabra que se designó inicialmente para describir una deficiencia en la función auditiva (absurdus) fue adquiriendo con el tiempo otros significados (desagradable, disparatado o inútil). Porque quien pierde oído, de algún modo, siente que el mundo que le rodea, o bien lo que le dicen, lo que oye, es desagradable, disparatado o inútil.
Por mi parte, he tenido ocasión de convivir con distintas personas (familiares, conocidos, amigos...) que estaban experimentando un proceso de pérdida de audición, a lo que siempre he visto muy claramente la conducta generatriz del conflicto. Por ejemplo, un matrimonio en el que ha desaparecido el amor, pero ambos cónyuges siguen viviendo juntos. Ya no se gustan, ya no se aman, ya no se interesan mutuamente, incluso es frecuente que no se lleven demasiado bien. De hecho, cuando ella se dirige a él para contarle sus inquietudes, él sigue con lo suyo, sin prestarle apenas atención (porque lo que le dice ella le parece inútil). En todo caso le dice un Sí... sí, ya... ya. Y ella, cuando él le habla, tres cuartos de lo mismo (porque lo que le dice él le parece desagradable). Es decir, no se escuchan. Y cuando un órgano (incluyendo el oído) deja de usarse, o se usa muy selectivamente, tarde o temprano se atrofia. Igual que un músculo. Exactamente igual. Es como si solamente usáramos nuestros bíceps para llevarnos los cubiertos a la boca y para nada más. Al final, ni que decir tiene, se atrofiarían.
También conozco a personas a las que les hablas, les estás explicando algo, y casi nunca te dejan terminar. Te interrumpen continuamente con cualquier pretexto (porque en el fondo no les interesa lo que les estás diciendo, o porque les resulta desagradable). Y lo hacen, insisto, de un modo sistemático. Es muy raro ver a estas personas escuchar tranquila y serenamente a otra que les esté contando algo. Sin embargo, es habitual que ellas sean muy proclives a hablar por los codos. Desean que sus, a veces, largas alocuciones sean escuchadas de cabo a rabo, sin interrupciones; pero no se sienten a gusto cuando tienen que escuchar las de los demás (excesivo repliegue sobre el yo).
Otro ejemplo perfecto de conflicto de la audición, pero en masa, lo constituyen las legiones de gente joven (y no tan joven) que sistemáticamente llevan puestas los auriculares con su mp3. Se les ve por la calle, caminando, en el metro, en bici, incluso cuando van con otras personas a su lado... y no se quitan el cacharrito ni a tiros. Obviamente, muchos de ellos están perdiendo el oído a pasos agigantados. Pero, ¿qué es lo que, en el fondo, no quieren oír? A un nivel estrictamente consciente, lo que pretenden es escuchar a sus cantantes o grupos favoritos, por descontado, pero a un nivel inconsciente y más profundo lo que pretenden es aislarse de lo que les rodea (pues les resulta insulso, ajeno u hostil) y no escuchar a sus padres (porque tal vez no conectan con ellos o porque lo que les dicen les parece desagradable), o a sus profesores (porque lo que les enseñan se les antoja aburrido o poco estimulante) o a quienquiera que sea que les diga algo que no les venga bien.
Asimismo, también es frecuente encontrar a personas que están perdiendo el oído y que nunca se muestran abiertas a escuchar un punto de vista ajeno, o una crítica, o que alguien les haga una sugerencia. Antes que abiertas, como digo, se muestran refractarias. Refractarias a escuchar, a tener en cuenta el punto de vista ajeno, a, tan siquiera, considerar a los demás. Es como si vivieran en una burbuja, de forma literalmente autista. Y si uno, efectivamente, se mete dentro de una burbuja, será lógico que encuentre ciertas dificultades para escuchar lo que acontece fuera de ella (el mundo, la vida, los seres humanos).
Este es otro aspecto sintomático que conviene tener en cuenta a la hora de analizar la sordera a un nivel simbólico-metafórico, porque quien va perdiendo el oído se ve progresivamente sumido (forzadamente) en un espacio interior, en una suerte de aislamiento. Se trata del conflicto ya materializado. Y eso mismo es, precisamente, lo que ha de lograrse, pero desde el plano de la armonía: interiorizar, adentrarse con humildad en uno mismo (en vez de focalizarse tanto en los demás y señalarlos con el dedo acusador).
En suma, para no perder el oído, y para recuperar el que se ha perdido (en el mejor de los casos), es imprescindible aprender a escuchar, y no sólo escuchar lo que nos interesa o lo que nos place (elogios, halagos, dulces palabras) sino escuchar a todo el mundo. Escuchar a los demás, escuchar la propia voz interior (la de la conciencia, que nunca se acalla), y obedecerla. Escuchar también la voz del Universo, que a menudo se sirve de las personas para hacernos llegar sus mensajes. Y hace falta, además, salir de la burbuja, romperla con determinación, experimentar la osmosis con el mundo que nos rodea y con sus seres, evitar el apantallamiento, la cerrazón. Es necesario volvernos un poco más abiertos, más permeables y receptivos, acercarse a los demás y compartir; y tener ganas de crecer, de aprender y de ser mejores.
Pero, sobre todo, y por encima de todo, aprender a escuchar(se).
- predisposición genética (herencia),
- infecciones graves de oído,
- traumatismos,
- ciertos medicamentos,
- exponerse a ruidos intensos de manera prolongada/reiterada,
- envejecimiento, etc.
Sin embargo, la causa primera, y desencadenante de todas las demás, nunca se encuentra en el plano físico sino en el psicoemocional. Por consiguiente, la pérdida de audición, o incluso la sordera no congénita, es en esencia, como todas las afecciones y enfermedades, la expresión corpórea de un conflicto no resuelto. Así pues, su lectura simbólico-metafórica se halla implícita en la propia descripción de la sintomatología, a saber: la dificultad o la incapacidad para escuchar. A lo que habría que añadir otro elemento no menos importante, que podemos encontrar en la etimología de la palabra absurdo (sin sentido, disparatado, contrario a la razón), la cual se compone de la partícula latina ab (de) y el adjetivo surdus (sordo). De este modo, la palabra que se designó inicialmente para describir una deficiencia en la función auditiva (absurdus) fue adquiriendo con el tiempo otros significados (desagradable, disparatado o inútil). Porque quien pierde oído, de algún modo, siente que el mundo que le rodea, o bien lo que le dicen, lo que oye, es desagradable, disparatado o inútil.
Por mi parte, he tenido ocasión de convivir con distintas personas (familiares, conocidos, amigos...) que estaban experimentando un proceso de pérdida de audición, a lo que siempre he visto muy claramente la conducta generatriz del conflicto. Por ejemplo, un matrimonio en el que ha desaparecido el amor, pero ambos cónyuges siguen viviendo juntos. Ya no se gustan, ya no se aman, ya no se interesan mutuamente, incluso es frecuente que no se lleven demasiado bien. De hecho, cuando ella se dirige a él para contarle sus inquietudes, él sigue con lo suyo, sin prestarle apenas atención (porque lo que le dice ella le parece inútil). En todo caso le dice un Sí... sí, ya... ya. Y ella, cuando él le habla, tres cuartos de lo mismo (porque lo que le dice él le parece desagradable). Es decir, no se escuchan. Y cuando un órgano (incluyendo el oído) deja de usarse, o se usa muy selectivamente, tarde o temprano se atrofia. Igual que un músculo. Exactamente igual. Es como si solamente usáramos nuestros bíceps para llevarnos los cubiertos a la boca y para nada más. Al final, ni que decir tiene, se atrofiarían.
También conozco a personas a las que les hablas, les estás explicando algo, y casi nunca te dejan terminar. Te interrumpen continuamente con cualquier pretexto (porque en el fondo no les interesa lo que les estás diciendo, o porque les resulta desagradable). Y lo hacen, insisto, de un modo sistemático. Es muy raro ver a estas personas escuchar tranquila y serenamente a otra que les esté contando algo. Sin embargo, es habitual que ellas sean muy proclives a hablar por los codos. Desean que sus, a veces, largas alocuciones sean escuchadas de cabo a rabo, sin interrupciones; pero no se sienten a gusto cuando tienen que escuchar las de los demás (excesivo repliegue sobre el yo).
Otro ejemplo perfecto de conflicto de la audición, pero en masa, lo constituyen las legiones de gente joven (y no tan joven) que sistemáticamente llevan puestas los auriculares con su mp3. Se les ve por la calle, caminando, en el metro, en bici, incluso cuando van con otras personas a su lado... y no se quitan el cacharrito ni a tiros. Obviamente, muchos de ellos están perdiendo el oído a pasos agigantados. Pero, ¿qué es lo que, en el fondo, no quieren oír? A un nivel estrictamente consciente, lo que pretenden es escuchar a sus cantantes o grupos favoritos, por descontado, pero a un nivel inconsciente y más profundo lo que pretenden es aislarse de lo que les rodea (pues les resulta insulso, ajeno u hostil) y no escuchar a sus padres (porque tal vez no conectan con ellos o porque lo que les dicen les parece desagradable), o a sus profesores (porque lo que les enseñan se les antoja aburrido o poco estimulante) o a quienquiera que sea que les diga algo que no les venga bien.
Asimismo, también es frecuente encontrar a personas que están perdiendo el oído y que nunca se muestran abiertas a escuchar un punto de vista ajeno, o una crítica, o que alguien les haga una sugerencia. Antes que abiertas, como digo, se muestran refractarias. Refractarias a escuchar, a tener en cuenta el punto de vista ajeno, a, tan siquiera, considerar a los demás. Es como si vivieran en una burbuja, de forma literalmente autista. Y si uno, efectivamente, se mete dentro de una burbuja, será lógico que encuentre ciertas dificultades para escuchar lo que acontece fuera de ella (el mundo, la vida, los seres humanos).
Este es otro aspecto sintomático que conviene tener en cuenta a la hora de analizar la sordera a un nivel simbólico-metafórico, porque quien va perdiendo el oído se ve progresivamente sumido (forzadamente) en un espacio interior, en una suerte de aislamiento. Se trata del conflicto ya materializado. Y eso mismo es, precisamente, lo que ha de lograrse, pero desde el plano de la armonía: interiorizar, adentrarse con humildad en uno mismo (en vez de focalizarse tanto en los demás y señalarlos con el dedo acusador).
En suma, para no perder el oído, y para recuperar el que se ha perdido (en el mejor de los casos), es imprescindible aprender a escuchar, y no sólo escuchar lo que nos interesa o lo que nos place (elogios, halagos, dulces palabras) sino escuchar a todo el mundo. Escuchar a los demás, escuchar la propia voz interior (la de la conciencia, que nunca se acalla), y obedecerla. Escuchar también la voz del Universo, que a menudo se sirve de las personas para hacernos llegar sus mensajes. Y hace falta, además, salir de la burbuja, romperla con determinación, experimentar la osmosis con el mundo que nos rodea y con sus seres, evitar el apantallamiento, la cerrazón. Es necesario volvernos un poco más abiertos, más permeables y receptivos, acercarse a los demás y compartir; y tener ganas de crecer, de aprender y de ser mejores.
Pero, sobre todo, y por encima de todo, aprender a escuchar(se).
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