Comprensión y compasión

Da gusto contarle una vivencia a alguien y sentir que nuestro interlocutor encuentra justificados o naturales nuestros actos o sentimientos. Por ejemplo: una mujer que lleva semanas sufriendo la violencia física de su cónyuge decide denunciarlo, dado que éste ni atiende a razones ni rectifica su conducta. Una reacción, la de ella, completamente razonable y que difícilmente nos sorprendería. Es pues, lo que denominamos comprensión, aquello que nos acerca a la experiencia de esta persona.

La compasión (conste que no le atribuyo ninguna connotación religiosa), por su parte, podríamos definirla como el grado superlativo de la comprensión, pues implica, no solamente ponernos en el lugar del otro, sino, en mayor o menor medida, sentir lo que el/la otro/a siente. No siendo conveniente confundirla con la lástima, ya que la comprensión supera a ésta, moviéndonos a actuar amable y solidariamente para (caso de que sea factible) aliviar o reducir el malestar o el sufrimiento de quien padece.

Dicho lo cual, podemos entender que en nuestro mundo la compasión sea un valor humano tan escaso, porque, por una parte, suele prevalecer en el ser humano el sentimiento de individuo frente al de comunidad o fraternidad (la visión parcial de las cosas nos lleva a considerar la parte antes que el todo). Además, si muchas veces no nos comprendemos a nosotros mismos (nuestra propia forma de pensar o de actuar), ¿cómo pretendemos comprender a los demás?

La inteligencia y la experiencia pueden llevarnos a caer en la cuenta de que todo comportamiento humano obedece, antes que a unos mecanismos absurdos o casuales, a unos porqués concretos y bien definidos que pueden llegar a conocerse y entenderse si se aplica sobre ellos la razón o el sentido común. Lo que constituye un primer paso para adentrarse en la comprensión.

La falta de comprensión puede, por ejemplo, conducir a un padre a castigar severamente a su hijo cuando lo pilla escupiendo sobre los viandantes desde el balcón de casa. Y aunque no justifique ni apoye tal acto, el padre puede recordar que en su infancia también hizo lo mismo en algunas ocasiones; siendo la conciencia, que tiende a crecer conforme uno madura, lo que le permitió terminar con esa conducta tan irrespetuosa para con los demás. Por tanto, la solución no estriba en reprender severamente a su hijo sino en hacerle entender lo desagradable que resulta caminar tranquilamente por la calle y que alguien, de repente, te escupa en la cabeza.

Pero como no siempre las personas nos damos cuenta de lo que padecen nuestros semejantes (ni hasta qué punto), la vida, en última instancia, nos lleva a vivir en nuestras propias carnes lo que los demás sufren. Y es entonces cuando nos adentramos en lo que podríamos denominar una compasión forzosa. Un acontecimiento tan penoso como aleccionador.

Así las cosas, el ahondar y entender el proceso que le ha llevado a una persona a actuar de un modo determinado (procurando trascender los juicios), y el darnos cuenta de que nuestro semejante no es alguien tan distinto a nosotros, son dos premisas fundamentales para adentrarnos en la compasión.

Una vez más, es el ego, parcial, mezquino y acusador, el que nos traslada hacia la incomprensión. Y es el amor, por contra, el instrumento oportuno y apropiado que nos permite salirnos de nosotros mismos, de nuestros propios ojos, para ver y sentir la vida como la ven y la sienten los demás, nuestros semejantes.

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