"Elevándose"

Permitid que comparta hoy con vosotros/as un relato que escribí hace unos pocos años y que ilustra el cómo va cambiando la perspectiva que tenemos de las cosas según nos vamos elevando... en la vida.



Elevándose

A mediados del siglo XIX, en algún lugar de la geografía española, un par de intrépidos aeronautas, amigos muy bien avenidos, y en emulación de las señaladas proezas de los hermanos Montgolfier, emprendieron a bordo de un globo aerostático construido por ellos mismos un interesante vuelo de casi una hora de duración. Alicia era ciega.

Alicia: ¿Ya?
Miguel: Sí, adelante; suelta lastre... un poco más. Así... muy bien. Alicia... ¡estamos volando!
A: ¡Qué emoción, Miguel! Noto algo extraño en las tripas, como mariposas revoloteando, ¡pero es muy agradable!
M: Eso se debe a la fuerza ascensional.
A: (Ante un movimiento brusco de la aeronave) ¡Uy!, ¿qué ha sido esa sacudida?
M: No te asustes. Sólo era una racha de viento. Tú sujétate bien a la barquilla, Alicia; no tengamos un disgusto.
A: (Guasona) Sí, mi comandante.

(A 25 metros de altura).

A: ¿Qué se ve, Miguel? Dime.
M: Una multitud arremolinada junto a la ermita, donde hace escasos instantes reposaba nuestro globo. Veo, por ejemplo, a don Hermenegildo, el físico, sosteniendo su humeante pipa entre los dientes y entornando sus ojillos de topo con una mueca que da risa; a doña Laura, su esposa, luciendo un llamativo sombrero de color lila anudado en la cabeza; a don Cosme, el boticario, mirándonos con la boca abierta; a don Anselmo, el cura, todo de negro por la sotana; a Gervasio, Lucila, Paulina y Filomeno, nuestros amigos; el primero muy sonriente, ellas cogidas del brazo y el último con cara de haber visto a un dragón volador; a don Enrique, el médico, vestido con su habitual guardapolvos blanco; a Lucrecia y Rigoberto, los hijos de los González, puestos de punta en blanco con la ropa de los domingos; a don Cipriano, el maestro de escuela, más flaco que Rocinante; a Abundio, el tonto del pueblo, aplaudiendo efusivamente mientras salta sin cesar; a Carolo Rojo, el poeta, conversando con la bella Lucrecia Olano, que lo observa encandilada...
A: (Emocionada) ¡Cielos, cuánta gente!
M: Sí, y todos nos saludan con la mano, Alicia.
A: ¡Qué bien!... ¿Suelto más lastre, Miguel?
M: ¡Claro!, así subiremos aún más alto.

(A 150 metros).

A: (Ansiosa) Cuenta, Miguel, cuenta; ¿qué se ve ahora?
M: Es como si las cosas, que antes parecían distantes o espaciadas unas de otras, se condensaran poco a poco, según nos elevamos. Como si todas ellas, más que ser elementos individuales, conformaran, en realidad, un todo compacto.
A: Qué bien te explicas, Miguel. Y las gentes, ¿siguen allí abajo?
M: Sí, ahora sólo vislumbro hombres, mujeres y niños, aunque ya no advierto la diferencia entre sus rostros, por lo que no puedo identificarlos.
A: ¿Y se ven muy pequeñitos?
M: Sí, Alicia, se ven muy pequeños. Sin embargo, el horizonte que tengo ante mis ojos se va haciendo cada vez más grande.
A: Tengo un poco de frío, Miguel.
M: Deja que te ayude a ponerte el abrigo.

(A 400 metros).

A: Miguel, ¿a qué altura nos encontramos ahora?
M: Por lo que indica el barómetro, calculo que... a unos... cuatrocientos... o cuatrocientos cincuenta metros.
A: Eso es mucho, ¿no?
M: Es, aproximadamente, la distancia que hay entre tu casa y la mía.
A: ¡Caray, qué alto!
M: Sí, bastante.
A: ¿Sabes, Miguel?, aquí arriba reina el silencio... el aire está muy limpio y fresco... y siento una paz inmensa.
M: Es verdad. Yo siento lo mismo que tú, Alicia.
A: Coge mi mano y dime, ¿siguen todos allá abajo?
M: Sí, creo que todos.
A: ¿Y cómo se ven ahora?
M: Ahora sólo veo a personas, querida Alicia, pero a decir verdad no sé si son hombres, mujeres, niños, maestros, boticarios, amigos, curas u oligofrénicos. Desde esta altura, a vista de pájaro, ya no percibo los rasgos que los diferencian. De hecho, todos me parecen exactamente iguales.

Comentarios