Además de las causas físicas que desencadenan las enfermedades existen otras psicoemocionales de las que se ocupa la Psicosomática (o Psicobiología). Desde este ángulo, ya lo he comentado otras veces, la enfermedad es la expresión corpórea de un conflicto no resuelto por parte del individuo que la padece.
Sin embargo, ¿qué clase de conflicto no resuelto puede padecer un niño de un año y medio, que apenas tiene conciencia de sí mismo? Una pregunta interesante...
Todo tiene un porqué. Absolutamente todo puede ser explicado. No hay efecto sin causa. Así pues, la respuesta a cualquier pregunta, por misteriosa que se antoje, termina surgiendo si uno se propone hallarla. Cuestión de tiempo y de buscar en la dirección adecuada.
(Cambio el nombre de los protagonistas de la siguiente historia real para preservar su verdadera identidad).
Alberto era un niño pequeño, de apenas año y medio, hijo único de un joven matrimonio compuesto por Juan y Carmen. Éstos llevaban una semana con roces y discusiones, a lo que, paralelamente, su hijo comienza a padecer tos. Al cabo de esa semana, el domingo por la tarde, Carmen considera insostenible la situación con Juan y decide separarse de él. Entonces Alberto comienza a desarrollar una fiebre que en pocas horas alcanza casi cuarenta grados, por lo que sus padres deciden ingresarlo en el hospital. El médico de guardia le diagnostica al crío un broncoespasmo (contracción de los bronquios que dificulta la respiración y que suele producir silbidos) y a continuación le pone en tratamiento farmacológico. No hay más síntomas. De hecho, el pequeño no pierde el apetito, camina normalmente y ni siquiera tiene mala cara. Esa misma noche, Carmen cambia de opinión respecto a separarse de Juan, y Alberto comienza a mejorar inmediatamente, recuperándose por completo en poco más de veinticuatro horas.
Las enfermedades, dolencias o síntomas asociados a los órganos pares (ovarios, riñones, pulmones, etc.) delatan un conflicto relacionado con la pareja (no necesariamente pareja sentimental; pareja, literalmente, son dos personas unidas por alguna clase de vínculo). Pero si Alberto no tenía pareja, ¿qué conflicto estaba manifestando? Evidentemente, el de sus padres. ¿Pero cómo es eso posible?
Más de una vez habréis oído que cuando un hermano gemelo sufre un contratiempo, una enfermedad o un percance, el otro hermano, aunque se encuentre a una larga distancia, tiende a notarlo; o incluso a vivir lo mismo que su gemelo en mayor o menor grado. Ello se debe a una especie de cordón umbilical invisible que une, por afinidad, a las personas. Es como cuando estamos pensando en alguien y de repente esa persona llama por teléfono. O como cuando una madre presiente que a su hijo le ha sucedido algo desagradable y, efectivamente, se confirma después que le ha sucedido eso mismo. Digamos que la información pasa de un individuo a otro en virtud de ese cordón umbilical, y que se transfiere tanto más efectivamente cuanto mayor y más tenaz es el vínculo que une a las dos personas implicadas.
Obviamente, nos podemos imaginar hasta qué punto es intenso el vínculo que une a un bebé o a un niño pequeño con sus padres y, en particular, con su madre (con la que ha estado totalmente unida durante nueve meses). Por lo que, ya de entrada, tiene sentido presuponer que lo que afecte (positiva o negativamente) a la madre, tenderá a vivirlo el pequeño.
Lo que le sucedió a Alberto fue que vivió un conflicto transferido por sus padres mediante ese cordón umbilical que le une a ellos. Y, por supuesto, su cuerpo terminó materializando dicho conflicto, ya que éste, finalmente, precipitó en la materia.
Inicialmente, la tos ya estaba poniendo de relieve el conflicto de pareja (pulmones=órgano par) de sus padres, puesto que la tos nos obliga, a través de la mucosidad, a sacar toxinas (flemas o mucosidad) por la garganta (flemas=lo que no fluye, lo tóxico, lo perjudicial, en la relación de pareja y que uno debería expulsar). E, igualmente, por cuanto que es un síntoma ruidoso, indica una llamada de atención por parte del paciente sobre su entorno. Asimismo, la fiebre era la ira reprimida (ese asunto que a uno le quema) que sus padres no terminaron de expresar. Precisamente, porque Alberto estaba presente en las discusiones y no querían herirle.
Pero el caso de Alberto no es uno aislado. Ni mucho menos. Es, sólo, un botón de muestra. En todos los casos que he podido observar e investigar, de niños pequeños (menos de dos años) que padecían las más diversas enfermedades, siempre he podido encontrar una clara relación causa-efecto entre los síntomas de sus afecciones y el conflicto que se estaba viviendo a su alrededor, ya fuera por parte de sus padres, familiares o bien cuidadores. Un fenómeno que cobra gran relieve cuando hablamos de los niños que sufren el trauma de la separación de sus padres; máxime, cuando está revestida de enfrentamiento, ira y resquemor.
Ante este drama que tan frecuentemente castiga a nuestra sociedad y a las familias, existe una solución. Una que muchos encontrarán difícil, pero es la única que yo conozco para ahorrar sufrimiento y dolor a los niños: que quienes les rodean procuren resolver sus diferencias de un modo armonioso y pacífico. Ahí queda eso.
No se trata de que los adultos hagamos teatro delante de los críos. Por supuesto que no. Ni se trata de que finjamos pensar de la misma manera. Se trata de que no entremos en guerras, disputas ni enfrentamientos (conflictos, que, si no se resuelven, enferman). Se trata de que utilicemos los valores humanos (respeto, tolerancia, comprensión, saber escuchar y perdonar, etc.) para sobreponernos a nuestras desavenencias con los demás. Al menos, intentarlo.
Si nuestros hijos enferman por nuestra causa, si crecen impregnados por el rancio estigma de la violencia, ¿a quién debemos responsabilizar sino a nosotros mismos? ¿No somos nosotros, los adultos, las fuentes de las que ellos beben? Y si el agua que mana de nosotros está emponzoñada, ¿nos sorprenderá después que se envenenen?
Parece claro que los seres humanos estamos llamados a vivir el amor, en cualquiera de sus facetas, como la forma más eficaz de caminar por el mundo; y la más digna a la hora de afrontar esos desafíos, a veces dificultosos, que nos plantea cotidianamente la vida.
Sin embargo, ¿qué clase de conflicto no resuelto puede padecer un niño de un año y medio, que apenas tiene conciencia de sí mismo? Una pregunta interesante...
Todo tiene un porqué. Absolutamente todo puede ser explicado. No hay efecto sin causa. Así pues, la respuesta a cualquier pregunta, por misteriosa que se antoje, termina surgiendo si uno se propone hallarla. Cuestión de tiempo y de buscar en la dirección adecuada.
(Cambio el nombre de los protagonistas de la siguiente historia real para preservar su verdadera identidad).
Alberto era un niño pequeño, de apenas año y medio, hijo único de un joven matrimonio compuesto por Juan y Carmen. Éstos llevaban una semana con roces y discusiones, a lo que, paralelamente, su hijo comienza a padecer tos. Al cabo de esa semana, el domingo por la tarde, Carmen considera insostenible la situación con Juan y decide separarse de él. Entonces Alberto comienza a desarrollar una fiebre que en pocas horas alcanza casi cuarenta grados, por lo que sus padres deciden ingresarlo en el hospital. El médico de guardia le diagnostica al crío un broncoespasmo (contracción de los bronquios que dificulta la respiración y que suele producir silbidos) y a continuación le pone en tratamiento farmacológico. No hay más síntomas. De hecho, el pequeño no pierde el apetito, camina normalmente y ni siquiera tiene mala cara. Esa misma noche, Carmen cambia de opinión respecto a separarse de Juan, y Alberto comienza a mejorar inmediatamente, recuperándose por completo en poco más de veinticuatro horas.
Las enfermedades, dolencias o síntomas asociados a los órganos pares (ovarios, riñones, pulmones, etc.) delatan un conflicto relacionado con la pareja (no necesariamente pareja sentimental; pareja, literalmente, son dos personas unidas por alguna clase de vínculo). Pero si Alberto no tenía pareja, ¿qué conflicto estaba manifestando? Evidentemente, el de sus padres. ¿Pero cómo es eso posible?
Más de una vez habréis oído que cuando un hermano gemelo sufre un contratiempo, una enfermedad o un percance, el otro hermano, aunque se encuentre a una larga distancia, tiende a notarlo; o incluso a vivir lo mismo que su gemelo en mayor o menor grado. Ello se debe a una especie de cordón umbilical invisible que une, por afinidad, a las personas. Es como cuando estamos pensando en alguien y de repente esa persona llama por teléfono. O como cuando una madre presiente que a su hijo le ha sucedido algo desagradable y, efectivamente, se confirma después que le ha sucedido eso mismo. Digamos que la información pasa de un individuo a otro en virtud de ese cordón umbilical, y que se transfiere tanto más efectivamente cuanto mayor y más tenaz es el vínculo que une a las dos personas implicadas.
Obviamente, nos podemos imaginar hasta qué punto es intenso el vínculo que une a un bebé o a un niño pequeño con sus padres y, en particular, con su madre (con la que ha estado totalmente unida durante nueve meses). Por lo que, ya de entrada, tiene sentido presuponer que lo que afecte (positiva o negativamente) a la madre, tenderá a vivirlo el pequeño.
Lo que le sucedió a Alberto fue que vivió un conflicto transferido por sus padres mediante ese cordón umbilical que le une a ellos. Y, por supuesto, su cuerpo terminó materializando dicho conflicto, ya que éste, finalmente, precipitó en la materia.
Inicialmente, la tos ya estaba poniendo de relieve el conflicto de pareja (pulmones=órgano par) de sus padres, puesto que la tos nos obliga, a través de la mucosidad, a sacar toxinas (flemas o mucosidad) por la garganta (flemas=lo que no fluye, lo tóxico, lo perjudicial, en la relación de pareja y que uno debería expulsar). E, igualmente, por cuanto que es un síntoma ruidoso, indica una llamada de atención por parte del paciente sobre su entorno. Asimismo, la fiebre era la ira reprimida (ese asunto que a uno le quema) que sus padres no terminaron de expresar. Precisamente, porque Alberto estaba presente en las discusiones y no querían herirle.
Pero el caso de Alberto no es uno aislado. Ni mucho menos. Es, sólo, un botón de muestra. En todos los casos que he podido observar e investigar, de niños pequeños (menos de dos años) que padecían las más diversas enfermedades, siempre he podido encontrar una clara relación causa-efecto entre los síntomas de sus afecciones y el conflicto que se estaba viviendo a su alrededor, ya fuera por parte de sus padres, familiares o bien cuidadores. Un fenómeno que cobra gran relieve cuando hablamos de los niños que sufren el trauma de la separación de sus padres; máxime, cuando está revestida de enfrentamiento, ira y resquemor.
Ante este drama que tan frecuentemente castiga a nuestra sociedad y a las familias, existe una solución. Una que muchos encontrarán difícil, pero es la única que yo conozco para ahorrar sufrimiento y dolor a los niños: que quienes les rodean procuren resolver sus diferencias de un modo armonioso y pacífico. Ahí queda eso.
No se trata de que los adultos hagamos teatro delante de los críos. Por supuesto que no. Ni se trata de que finjamos pensar de la misma manera. Se trata de que no entremos en guerras, disputas ni enfrentamientos (conflictos, que, si no se resuelven, enferman). Se trata de que utilicemos los valores humanos (respeto, tolerancia, comprensión, saber escuchar y perdonar, etc.) para sobreponernos a nuestras desavenencias con los demás. Al menos, intentarlo.
Si nuestros hijos enferman por nuestra causa, si crecen impregnados por el rancio estigma de la violencia, ¿a quién debemos responsabilizar sino a nosotros mismos? ¿No somos nosotros, los adultos, las fuentes de las que ellos beben? Y si el agua que mana de nosotros está emponzoñada, ¿nos sorprenderá después que se envenenen?
Parece claro que los seres humanos estamos llamados a vivir el amor, en cualquiera de sus facetas, como la forma más eficaz de caminar por el mundo; y la más digna a la hora de afrontar esos desafíos, a veces dificultosos, que nos plantea cotidianamente la vida.
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