Una obra maestra, si de lo que hablamos es de cine, sería una película redonda, se mirase como se mirase. Concretamente, una de ésas en la que, además de una realización impecable, los actores estarían de Óscar (el referido largometraje, de hecho, obtuvo tres). Como, por ejemplo, El tesoro de Sierra Madre.
Dirigida por el genial John Houston en 1948, el filme relata la historia de un tal Fred C. Dobbs (Humphrey Bogart), el cual malvive en Tampico (México) y pretende acabar con su vida de pobreza buscando oro. Allí conoce a otros dos vagabundos (Walter Huston y Tim Holt), con los que se embarca en una aventura no exenta de contratiempos. Aunque la avaricia y las envidias entre ellos superan con creces al resto de dificultades.
Más allá de la puesta en escena y de la magistral interpretación del reparto principal, El tesoro de Sierra Madre posee un trasfondo verdaderamente sustancioso del que se pueden extraer valiosas enseñanzas, y donde se observa, fielmente espejada en el guión, la numerosa pléyade de claroscuros de los que se compone el alma humana: lo mejor y lo peor que llevamos dentro encarnado a través de las actitudes que adoptan los personajes en las sucesivas situaciones; desde la pericia y la sabiduría del anciano Howard hasta la corrosiva paranoia de Fred.
Pero lo más fascinante, al menos para mí, es la gran metáfora que subyace en la trama: la búsqueda del oro. Oro que representa lo sublime, lo excelso, la mayor riqueza a la que uno puede aspirar. Claro que, esa riqueza no sólo reside en el precioso y rutilante metal sino, de un modo alternativo (por un inesperado avatar que sufren los tres), en la felicidad que experimenta Bob cuando, al final, va al encuentro de un muy probable pero desconocido amor. O cuando Howard, sin comerlo ni beberlo, se convierte en el rey de un pequeño paraíso terrenal... y Fred en el nuevo húesped de uno celestial (en el mejor de los casos).
O sea, que los tres terminan encontrando, simbólicamente, el codiciado oro que tanto anhelaban. Porque los tres, cada uno según le corresponde, terminan hallando lo sublime, lo excelso y la mayor riqueza que podían alcanzar.
Y es que, a poco que uno se fije, se dará cuenta de que la vida suele tomarse al pie de la letra nuestros deseos más profundos (sobre todo, los que decretamos en voz alta), y, de un modo a veces irónico, nos regala una versión literal de lo que habíamos soñado.
Ya lo dice el proverbio chino: Ten cuidado con lo que deseas, porque podría hacerse realidad.
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Podréis comprarla por Internet o en grandes superficies, o bien alquilarla en videoclubs especializados.
Dirigida por el genial John Houston en 1948, el filme relata la historia de un tal Fred C. Dobbs (Humphrey Bogart), el cual malvive en Tampico (México) y pretende acabar con su vida de pobreza buscando oro. Allí conoce a otros dos vagabundos (Walter Huston y Tim Holt), con los que se embarca en una aventura no exenta de contratiempos. Aunque la avaricia y las envidias entre ellos superan con creces al resto de dificultades.
Más allá de la puesta en escena y de la magistral interpretación del reparto principal, El tesoro de Sierra Madre posee un trasfondo verdaderamente sustancioso del que se pueden extraer valiosas enseñanzas, y donde se observa, fielmente espejada en el guión, la numerosa pléyade de claroscuros de los que se compone el alma humana: lo mejor y lo peor que llevamos dentro encarnado a través de las actitudes que adoptan los personajes en las sucesivas situaciones; desde la pericia y la sabiduría del anciano Howard hasta la corrosiva paranoia de Fred.
Pero lo más fascinante, al menos para mí, es la gran metáfora que subyace en la trama: la búsqueda del oro. Oro que representa lo sublime, lo excelso, la mayor riqueza a la que uno puede aspirar. Claro que, esa riqueza no sólo reside en el precioso y rutilante metal sino, de un modo alternativo (por un inesperado avatar que sufren los tres), en la felicidad que experimenta Bob cuando, al final, va al encuentro de un muy probable pero desconocido amor. O cuando Howard, sin comerlo ni beberlo, se convierte en el rey de un pequeño paraíso terrenal... y Fred en el nuevo húesped de uno celestial (en el mejor de los casos).
O sea, que los tres terminan encontrando, simbólicamente, el codiciado oro que tanto anhelaban. Porque los tres, cada uno según le corresponde, terminan hallando lo sublime, lo excelso y la mayor riqueza que podían alcanzar.
Y es que, a poco que uno se fije, se dará cuenta de que la vida suele tomarse al pie de la letra nuestros deseos más profundos (sobre todo, los que decretamos en voz alta), y, de un modo a veces irónico, nos regala una versión literal de lo que habíamos soñado.
Ya lo dice el proverbio chino: Ten cuidado con lo que deseas, porque podría hacerse realidad.
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