No sé si absolutamente todos, pero desde luego una mayoría de refranes de los que conozco encierran grandes verdades. Lo que no sorprende si tenemos en cuenta que recogen la sabiduría popular contrastada a lo largo de siglos de experiencia.
Uno de ellos, muy popular, es el que dice: De grandes cenas están las sepulturas llenas. Un refrán ante el que podríamos, fácilmente, hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué puede dar más problemas una cena que una comida abundante? La respuesta es que por naturaleza somos animales diurnos; y, como tales, nuestra fuerza varía a lo largo del día en función del Sol: crece conforme éste se acerca a su cénit (punto más alto en el cielo) y decrece según va cayendo la tarde.
Independientemente de la cantidad de ejercicio que hayamos llevado a cabo a lo largo de la jornada, siempre tendremos menos fuerza a última hora de la tarde que a primera de la mañana. Y ese declive energético, evidentemente, se dejará sentir también en todas las funciones fisiológicas y metabólicas. Lo cual, por supuesto, incluye a la digestión.
Digamos que una combinación auténticamente nefasta sería la de:
Ya os digo: pocos actos, en lo que respecta a la alimentación, pueden ser más perjudiciales para la salud que éste.
Desde luego, no todos los individuos son igual de fuertes ni todos disponen de la misma cantidad de energía. Por esa razón, habrá algunos que noten menos que otros los efectos de los excesos o de los errores alimenticios. Pero lo que es más que probable es que nuestro organismo, se noten o no los efectos, pagará un precio por ir contra natura.
Una cena copiosa, máxime si en ella abundan proteínas complejas (como las de origen animal), agotará fácilmente la vitalidad que nos reste al final del día. Y siendo que la digestión es el proceso fisiológico que más energía requiere, ¿cómo podrá nuestro aparato digestivo cumplir eficaz y óptimamente su cometido si no dispone de la suficiente? Respuesta: en la mayoría de los casos, no podrá hacerlo.
Por otro lado, conviene tener muy presente que cuando colocamos nuestro cuerpo en posición horizontal, éste cree que vamos a dormir, por lo que todas nuestras funciones metabólicas y ritmos orgánicos se ralentizan: baja nuestra temperatura, disminuye la frecuencia cardíaca y respiratoria, sobreviene la somnolencia, y, ni que decir tiene, se enlentece la digestión.
En suma: que con poca energía y con nuestras funciones corporales a medio gas es casi imposible realizar una digestión en condiciones. Y, llegados a este punto, conviene recordar que estar bien alimentado no es llenar el estómago sino que nuestra sangre lleve a nuestras células nutrientes de óptima calidad y que estos nutrientes atraviesen la membrana celular (para que la célula, en última instancia, pueda aprovecharlos).
Si no se cumplen estas premisas en la cena:
- masticar a conciencia los alimentos,
- procurar no incorporar en los platos ingredientes muy proteicos,
- evitar excesos (ser frugal),
- respetar una hora y media o dos horas entre el final de la cena y el momento de acostarse,
...fácilmente podremos encontrarnos con:
- dificultades para conciliar el sueño o pesadillas,
- dolor de estómago, acidez, diarrea, ganas de vomitar o bien heces especialmente malolientes;
- flatulencias,
- nuestro hígado (uno de los órganos que más energía consume), cuyas funciones incluyen la de destruir toxinas, tendrá que neutralizar las que resulten de la fermentación de la cena.
Y, a la mañana siguiente:
- mal aliento y lengua sucia y pastosa,
- cansancio, debilidad o agotamiento (incluso habiendo dormido suficientes horas);
- dolor de cabeza o malestar,
- rostro con aspecto cansado y ojeras,
- dificultades en la concentración y falta de rendimiento laboral.
Así pues, a quienes hayáis adoptado el hábito de cenar abundantemente, y de acostaros al poco de haber cenado, os invito a que hagáis un pequeño esfuerzo para poner en práctica estas sencillas pautas. A buen seguro, notaréis en pocos días grandes mejoras en vuestro estado. Sobre todo, cuando os levantéis de la cama por las mañanas.
Uno de ellos, muy popular, es el que dice: De grandes cenas están las sepulturas llenas. Un refrán ante el que podríamos, fácilmente, hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué puede dar más problemas una cena que una comida abundante? La respuesta es que por naturaleza somos animales diurnos; y, como tales, nuestra fuerza varía a lo largo del día en función del Sol: crece conforme éste se acerca a su cénit (punto más alto en el cielo) y decrece según va cayendo la tarde.
Independientemente de la cantidad de ejercicio que hayamos llevado a cabo a lo largo de la jornada, siempre tendremos menos fuerza a última hora de la tarde que a primera de la mañana. Y ese declive energético, evidentemente, se dejará sentir también en todas las funciones fisiológicas y metabólicas. Lo cual, por supuesto, incluye a la digestión.
Digamos que una combinación auténticamente nefasta sería la de:
masticar poco
+
cenar abundantemente
+
acostarse a continuación de haber cenado.
+
cenar abundantemente
+
acostarse a continuación de haber cenado.
Ya os digo: pocos actos, en lo que respecta a la alimentación, pueden ser más perjudiciales para la salud que éste.
Desde luego, no todos los individuos son igual de fuertes ni todos disponen de la misma cantidad de energía. Por esa razón, habrá algunos que noten menos que otros los efectos de los excesos o de los errores alimenticios. Pero lo que es más que probable es que nuestro organismo, se noten o no los efectos, pagará un precio por ir contra natura.
Una cena copiosa, máxime si en ella abundan proteínas complejas (como las de origen animal), agotará fácilmente la vitalidad que nos reste al final del día. Y siendo que la digestión es el proceso fisiológico que más energía requiere, ¿cómo podrá nuestro aparato digestivo cumplir eficaz y óptimamente su cometido si no dispone de la suficiente? Respuesta: en la mayoría de los casos, no podrá hacerlo.
Por otro lado, conviene tener muy presente que cuando colocamos nuestro cuerpo en posición horizontal, éste cree que vamos a dormir, por lo que todas nuestras funciones metabólicas y ritmos orgánicos se ralentizan: baja nuestra temperatura, disminuye la frecuencia cardíaca y respiratoria, sobreviene la somnolencia, y, ni que decir tiene, se enlentece la digestión.
En suma: que con poca energía y con nuestras funciones corporales a medio gas es casi imposible realizar una digestión en condiciones. Y, llegados a este punto, conviene recordar que estar bien alimentado no es llenar el estómago sino que nuestra sangre lleve a nuestras células nutrientes de óptima calidad y que estos nutrientes atraviesen la membrana celular (para que la célula, en última instancia, pueda aprovecharlos).
Si no se cumplen estas premisas en la cena:
- masticar a conciencia los alimentos,
- procurar no incorporar en los platos ingredientes muy proteicos,
- evitar excesos (ser frugal),
- respetar una hora y media o dos horas entre el final de la cena y el momento de acostarse,
...fácilmente podremos encontrarnos con:
- dificultades para conciliar el sueño o pesadillas,
- dolor de estómago, acidez, diarrea, ganas de vomitar o bien heces especialmente malolientes;
- flatulencias,
- nuestro hígado (uno de los órganos que más energía consume), cuyas funciones incluyen la de destruir toxinas, tendrá que neutralizar las que resulten de la fermentación de la cena.
Y, a la mañana siguiente:
- mal aliento y lengua sucia y pastosa,
- cansancio, debilidad o agotamiento (incluso habiendo dormido suficientes horas);
- dolor de cabeza o malestar,
- rostro con aspecto cansado y ojeras,
- dificultades en la concentración y falta de rendimiento laboral.
Así pues, a quienes hayáis adoptado el hábito de cenar abundantemente, y de acostaros al poco de haber cenado, os invito a que hagáis un pequeño esfuerzo para poner en práctica estas sencillas pautas. A buen seguro, notaréis en pocos días grandes mejoras en vuestro estado. Sobre todo, cuando os levantéis de la cama por las mañanas.
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