Perdón

Imaginemos que un día acude una amiga de visita a nuestra casa: una madre con su hijo pequeño (tan pequeño, que hace poco que ha aprendido a caminar). El chiquillo, en un descuido, jugueteando, rompe uno de nuestros jarrones preferidos, ése que compramos en un maravilloso viaje a China, que nos trae tan gratos recuerdos y que, además, nos costó tan caro. Evidentemente, tras el incidente, no le propinamos una paliza al crío, ni le insultamos, ni le decimos a su madre algo como No quiero que vuelvas a esta casa nunca más. Por supuesto que no. Y no lo hacemos porque entendemos, sin demasiados esfuerzos, que el crío no es responsable de sus actos. Damos por hecho que no ha habido una intención previa de provocar un daño, ni de herir a nadie. Comprendemos, fácilmente, que es un niño pequeño que no tiene conciencia de lo que hace, y que, por tanto, no cabe enfadarse con él. En síntesis: nos ponemos en la piel del pequeñuelo; y por eso trascendemos luego lo sucedido.

Un error habitual es creer que cuando una persona tiene una determinada edad, o que ya es adulta, debe tener conciencia de todos y cada uno de sus actos, y, por consiguiente, no perjudicar ni herir a nadie. Pero la realidad cotidiana es muy diferente a eso. De hecho, casi todos estaríamos de acuerdo en que algunos de los gobernantes de las naciones más poderosas del planeta, que ocupan puestos de enorme responsabilidad, dan sobradas muestras de ser personas profundamente inmaduras que, llegado el caso, no dudan en matar a sus semejantes para lograr sus propósitos (a menudo, no distintos al poder y el dinero). Sin embargo, la mayoría de esos gobernantes rebasan los cincuenta años de edad.

Y es que la edad, en modo alguno, determina el grado de conciencia de alguien. Yo he conocido a personas adolescentes con una sorprendente madurez, con un gran equilibrio y con una actitud muy positiva en sus vidas. Y, por contra, he conocido a personas de cincuenta, sesenta o setenta años con pobre autoestima, con nulo dominio de sí mismas y con escaso valor para afrontar los retos más importantes de sus vidas. La edad no es más que un simple número. Y la experiencia que uno pueda acumular a través de los años sólo es valiosa, y sirve, si se aprende de ella.

Detrás de un ser humano que agrede, que ataca, que viola, o que, simplemente, perjudica a alguien, siempre encontraremos una historia, una persona que es producto de sus circunstancias: educación, contexto sociocultural en el que se ha desarrollado, herencia, influencias múltiples del entorno familiar, laboral y personal, etc., etc. Por eso, ¿quién es verdaderamente culpable de haber nacido en una familia desestructurada, o en un contexto y entorno desfavorables, o de haber recibido una educación inadecuada, o de haberse alimentado desequilibradamente...? Todo lo que experimentamos, todas las personas a las que conocemos, todo lo que, en definitiva, vivimos, nos influye en mayor o menor grado, consciente o inconscientemente. Y todo ello, cada faceta y cada aspecto, conforma la persona que cada uno somos y la personalidad que cada uno posee.

Cuando alguien ha hecho algo que me ha llevado a sentirme mal, luego he procurado ver y entender que esa persona, en realidad, se ha comportado así por sus motivos (cualesquiera que sean), por sus circunstancias particulares y variadas; lo que finalmente me ha ayudado a experimentar el perdón hacia la persona. E, igualmente, en la medida en que me comprendo a mí mismo, y en tanto que comprendo los porqués de algunas de mis actitudes inarmónicas, consigo perdonarme a mí mismo y liberarme así de los sentimientos de culpa. A fin de cuentas, en la justa medida en que uno consiga perdonarse a sí mismo, igualmente será capaz de perdonar a los demás.

De esta guisa, podríamos concluir que la comprensión conduce a la compasión (comprensión en grado sumo, es decir, ponerse en la piel del otro). Y la compasión, las más de las veces, nos permite alcanzar el perdón (una faceta, por cierto, del amor). Claro que, no siempre es imprescindible comprender al otro para perdonarlo. A veces, el perdón puede ser automático y directo cuando nace del corazón. Porque el corazón, a diferencia de la mente, no necesita de razones ni de porqués para expresar el amor que lleva dentro.

Así y todo, suele pensarse que el perdón es una virtud infrecuente en las personas, máxime en nuestros días, pero yo sostengo la idea contraria: que es el perdón, ése que muchos seres humanos ponen en práctica por doquier, lo que a fecha de hoy nos ha permitido sobrevivir como especie. Lo que ha evitado, en tantas y tantas ocasiones a lo largo de la historia, que terminemos extinguiéndonos.

La raza humana ha conseguido subsistir porque el perdón se ha ido manifestado, y se manifiesta, a través de muchas personas. Y porque el amor, pese a todo, es más fuerte que el miedo y que el odio.

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