¿Cuál es el primer paso que ha de dar una persona en su camino hacia la CURACIÓN? ¿Cuál es ése, imprescindible, que uno/a no se puede saltar?
Desde luego, hará falta un mayor o menor esfuerzo para curarse, limpiar el cuerpo y la mente de toxinas, regenerar (literalmente, volver a nacer) las zonas afectadas, nutrirlas adecuadamente, y, fundamental: resolver el conflicto que ha causado la enfermedad o la dolencia desde el plano psicoemocional. Pero si de lo que hablamos es del requisito imprescindible, sin el cual no pueden tener lugar los demás, si hablamos de dar el primer paso de un camino, lo imprescindible es QUERER CURARSE. Ni más ni menos.
Tal vez a algunos esto les parezca una obviedad. Pero es indispensable que la persona afectada, la que sufre el avatar de la enfermedad o de la dolencia, sienta un deseo ardiente de superar ese desafío que le plantea la vida. Un deseo intenso que implique caminar en la dirección de la armonía y del equilibrio. Un impulso que pueda luego transformarse en voluntad, y ésta, posteriormente, en acción.
Ni el mejor terapeuta del mundo puede realizar esa labor, pues es intransferible, sagrada y le corresponde en exclusiva al paciente. Es su responsabilidad. Y ni siquiera un amor muy puro y potente hacia el afectado sería capaz de suplir la voluntad de éste. El paciente, y sólo él, experimentará o no esas ganas de curarse. Y el que se decante por uno u otro camino será lo que trace el rumbo de su destino (personalmente, creo más en el destino que uno va escribiendo con sus elecciones y con sus actos que el que, supuestamente, ya está escrito).
He comprobado esta visión de la realidad en varias ocasiones. He conocido casos de personas deshauciadas, a las que se les daban unos pocos meses de vida, que, como el ave fénix, y contra todo pronóstico, han resurgido de sus cenizas para remontar luego el vuelo. ¿Y cómo lo han conseguido? Pues partiendo de un deseo ardiente de vivir, de hacer cosas, de disfrutar, de reír, de abrazar. En definitiva: con ganas de curarse. Pero también he conocido a otras que, consciente o inconscientemente, se han rendido, han tirado la toalla, y, finalmente, han claudicado ante la enfermedad. Las primeras han seguido al amor; las segundas, en muchos casos, al temor.
El amor (que empieza siempre por la autoestima) da fuerza, regenera y recompone, alimenta, libera, transforma, sana y cura. Mientras que el miedo (lo opuesto al amor) debilita, descompone, desnutre, ata, bloquea, envenena y hasta mata.
Por eso, un desafío importante para el/la terapeuta es ser capaz de entusiasmar a la persona que padece (paciente), que sufre, que siente dolor. Ser capaz, como digo, de darle a conocer cómo puede ir transformándose su vida en la medida en que vaya superando la enfermedad. Ser capaz de instilar en el ser humano aliento, ilusión y ánimo para empezar a caminar, para andar y para, en última instancia, llegar a la meta: la siempre deseable CURACIÓN.
Desde luego, hará falta un mayor o menor esfuerzo para curarse, limpiar el cuerpo y la mente de toxinas, regenerar (literalmente, volver a nacer) las zonas afectadas, nutrirlas adecuadamente, y, fundamental: resolver el conflicto que ha causado la enfermedad o la dolencia desde el plano psicoemocional. Pero si de lo que hablamos es del requisito imprescindible, sin el cual no pueden tener lugar los demás, si hablamos de dar el primer paso de un camino, lo imprescindible es QUERER CURARSE. Ni más ni menos.
Tal vez a algunos esto les parezca una obviedad. Pero es indispensable que la persona afectada, la que sufre el avatar de la enfermedad o de la dolencia, sienta un deseo ardiente de superar ese desafío que le plantea la vida. Un deseo intenso que implique caminar en la dirección de la armonía y del equilibrio. Un impulso que pueda luego transformarse en voluntad, y ésta, posteriormente, en acción.
Ni el mejor terapeuta del mundo puede realizar esa labor, pues es intransferible, sagrada y le corresponde en exclusiva al paciente. Es su responsabilidad. Y ni siquiera un amor muy puro y potente hacia el afectado sería capaz de suplir la voluntad de éste. El paciente, y sólo él, experimentará o no esas ganas de curarse. Y el que se decante por uno u otro camino será lo que trace el rumbo de su destino (personalmente, creo más en el destino que uno va escribiendo con sus elecciones y con sus actos que el que, supuestamente, ya está escrito).
He comprobado esta visión de la realidad en varias ocasiones. He conocido casos de personas deshauciadas, a las que se les daban unos pocos meses de vida, que, como el ave fénix, y contra todo pronóstico, han resurgido de sus cenizas para remontar luego el vuelo. ¿Y cómo lo han conseguido? Pues partiendo de un deseo ardiente de vivir, de hacer cosas, de disfrutar, de reír, de abrazar. En definitiva: con ganas de curarse. Pero también he conocido a otras que, consciente o inconscientemente, se han rendido, han tirado la toalla, y, finalmente, han claudicado ante la enfermedad. Las primeras han seguido al amor; las segundas, en muchos casos, al temor.
El amor (que empieza siempre por la autoestima) da fuerza, regenera y recompone, alimenta, libera, transforma, sana y cura. Mientras que el miedo (lo opuesto al amor) debilita, descompone, desnutre, ata, bloquea, envenena y hasta mata.
Por eso, un desafío importante para el/la terapeuta es ser capaz de entusiasmar a la persona que padece (paciente), que sufre, que siente dolor. Ser capaz, como digo, de darle a conocer cómo puede ir transformándose su vida en la medida en que vaya superando la enfermedad. Ser capaz de instilar en el ser humano aliento, ilusión y ánimo para empezar a caminar, para andar y para, en última instancia, llegar a la meta: la siempre deseable CURACIÓN.
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