No, el título de este artículo no es, exactamente, una orden, sino, más bien, lo que yo le suelo decir a alguien que está llorando. Es una forma de animarle a que lo siga haciendo (en contraposición al consabido No llores), a que no se frene. Y se lo digo porque, de buenas a primeras, no concibo nada mejor.
Repetidamente nos han dicho que llorar no es algo bueno. Sobre todo, porque la inmensa mayoría de veces (otras, las menos, es de felicidad) uno llora como consecuencia del dolor, del sufrimiento o del miedo. Además, también nos han prevenido de que da una imagen de debilidad. Conclusión: llorar es malo. O, al menos, así piensa un gran número de personas. Es lo que nos han enseñado. Es lo que hemos aprendido. Pero en la vida se nos enseñan cosas de las que conviene desprenderse antes o después, cosas que es mejor dejar atrás. Son ideas o puntos de vista inadecuados (por cuanto conducen al malestar), caducos o inarmónicos que conviene sustituir por puntos de vista e ideas más saludables y armoniosos.
Los hombres no lloran. No llores, que ya no eres una niña. Para de llorar, que hay gente delante. ¿Qué van a pensar de ti tus hijos/amigos/hermanos si te ven llorar? Todas estas sugerencias invitan a la represión. Tu cuerpo, tu mente, tu ser, desean liberarse, desean deshacerse de una sobrecarga, de un sentimiento que les apena, y, entonces, alguien te recomienda reprimirte. Hablo de reprimir un mecanismo natural, espontáneo, y que, por si fuera poco, cumple con una importante misión terapéutica: quitarnos un peso (un pesar) de encima.
Tratad de imaginar, aunque sea un poco desagradable, que somos sometidos a una operación quirúrgica para no poder evacuar nuestras heces. Algo impensable, una atrocidad. Evidentemente, tardaríamos pocos días en morir. Y moriríamos envenenados... por nuestros propios excrementos. Entonces, si convenimos en lo acertada de esta deducción, si nos parece algo tan evidente lo que acabo de comentar, ¿por qué les conminamos a las personas que están llorando a que dejen de hacerlo? ¿Por qué les enseñamos a nuestros hijos que no está bien eso de llorar, que no deben hacerlo si quieren ser adultos respetables? ¿Acaso pretendemos que aquello de lo que quieren liberarse termine convirtiéndose en un veneno putrescente dentro de sus entrañas?
Todas y cada una de las lágrimas que reprima un ser humano, y todas las emociones y sentimientos desagradables que acompañen a esas lágrimas, con el tiempo, se irán acumulando y pudriendo en el interior del individuo, generando toxinas, es decir, elementos perjudiciales para su salud (física y mental).
Por eso, no conviene ir contra natura, reprimiendo esta maravillosa valvula de alivio que es el llorar... de no ser que pretendamos enfermar. Porque, tal cual le sucede al organismo a través de las crisis depurativas (enfermedades), nuestro ser aprovechará la menor ocasión para liberarse de esas toxinas psicoemocionales que le sobran. Y si lo que deseamos es alcanzar la armonía, el equilibrio y la curación, nos conviene allanar el terreno a este mecanismo liberador, que está ahí para algo; pero en ningún caso para inhibir su importantísima función.
Podemos enseñarle muchas cosas a los niños, pero también podemos ser humildes y aprender de ellos valiosas virtudes como la gracia, la espontaneidad, la intuición, la carencia de prejuicios... A fin de cuentas, los peques saben muy bien cómo llorar. No les importa el cuándo ni el dónde. Porque, para ellos, lo primero es lo primero: expresarse, liberarse, ser uno mismo.
Así pues, si se da la circunstancia, disfrutemos del llorar; aprovechemos la ocasión para sacar la basura a la calle. Simplemente, dejémonos llevar. Experimentemos ese sentimiento liberador y placentero, sintamos cómo nos invade completamente. Porque luego, si no se resuelve la situación que ha provocado las lágrimas, por lo menos nos habremos quitado un gran peso de encima; además de ahorrarnos muchos problemas en el futuro. Os lo aseguro.
Repetidamente nos han dicho que llorar no es algo bueno. Sobre todo, porque la inmensa mayoría de veces (otras, las menos, es de felicidad) uno llora como consecuencia del dolor, del sufrimiento o del miedo. Además, también nos han prevenido de que da una imagen de debilidad. Conclusión: llorar es malo. O, al menos, así piensa un gran número de personas. Es lo que nos han enseñado. Es lo que hemos aprendido. Pero en la vida se nos enseñan cosas de las que conviene desprenderse antes o después, cosas que es mejor dejar atrás. Son ideas o puntos de vista inadecuados (por cuanto conducen al malestar), caducos o inarmónicos que conviene sustituir por puntos de vista e ideas más saludables y armoniosos.
Los hombres no lloran. No llores, que ya no eres una niña. Para de llorar, que hay gente delante. ¿Qué van a pensar de ti tus hijos/amigos/hermanos si te ven llorar? Todas estas sugerencias invitan a la represión. Tu cuerpo, tu mente, tu ser, desean liberarse, desean deshacerse de una sobrecarga, de un sentimiento que les apena, y, entonces, alguien te recomienda reprimirte. Hablo de reprimir un mecanismo natural, espontáneo, y que, por si fuera poco, cumple con una importante misión terapéutica: quitarnos un peso (un pesar) de encima.
Tratad de imaginar, aunque sea un poco desagradable, que somos sometidos a una operación quirúrgica para no poder evacuar nuestras heces. Algo impensable, una atrocidad. Evidentemente, tardaríamos pocos días en morir. Y moriríamos envenenados... por nuestros propios excrementos. Entonces, si convenimos en lo acertada de esta deducción, si nos parece algo tan evidente lo que acabo de comentar, ¿por qué les conminamos a las personas que están llorando a que dejen de hacerlo? ¿Por qué les enseñamos a nuestros hijos que no está bien eso de llorar, que no deben hacerlo si quieren ser adultos respetables? ¿Acaso pretendemos que aquello de lo que quieren liberarse termine convirtiéndose en un veneno putrescente dentro de sus entrañas?
Todas y cada una de las lágrimas que reprima un ser humano, y todas las emociones y sentimientos desagradables que acompañen a esas lágrimas, con el tiempo, se irán acumulando y pudriendo en el interior del individuo, generando toxinas, es decir, elementos perjudiciales para su salud (física y mental).
Por eso, no conviene ir contra natura, reprimiendo esta maravillosa valvula de alivio que es el llorar... de no ser que pretendamos enfermar. Porque, tal cual le sucede al organismo a través de las crisis depurativas (enfermedades), nuestro ser aprovechará la menor ocasión para liberarse de esas toxinas psicoemocionales que le sobran. Y si lo que deseamos es alcanzar la armonía, el equilibrio y la curación, nos conviene allanar el terreno a este mecanismo liberador, que está ahí para algo; pero en ningún caso para inhibir su importantísima función.
Podemos enseñarle muchas cosas a los niños, pero también podemos ser humildes y aprender de ellos valiosas virtudes como la gracia, la espontaneidad, la intuición, la carencia de prejuicios... A fin de cuentas, los peques saben muy bien cómo llorar. No les importa el cuándo ni el dónde. Porque, para ellos, lo primero es lo primero: expresarse, liberarse, ser uno mismo.
Así pues, si se da la circunstancia, disfrutemos del llorar; aprovechemos la ocasión para sacar la basura a la calle. Simplemente, dejémonos llevar. Experimentemos ese sentimiento liberador y placentero, sintamos cómo nos invade completamente. Porque luego, si no se resuelve la situación que ha provocado las lágrimas, por lo menos nos habremos quitado un gran peso de encima; además de ahorrarnos muchos problemas en el futuro. Os lo aseguro.
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