Miedo y mentiras

Después de un largo tiempo y tras haber observado a muchas personas de cerca (empezando por mí mismo), he llegado a una clara conclusión: existe una relación directamente proporcional entre la cantidad de mentiras que una persona dice y el miedo que posee. De hecho, a menos que uno esté gastando una broma, es el denominador en común que tienen todas las mentiras: detrás de ellas siempre hay alguien que teme.

El que miente, en efecto, lo hace porque, consciente o inconscientemente, se siente incapaz de decir la verdad. Para ser exactos, le espanta pensar en las consecuencias que podría acarrearle el decirla. Consecuencias tales como perder su integridad, a un ser querido o un trabajo; o bien experimentar alguna forma de dolor o de sufrimiento.

Ciertamente, decir la verdad es muchas veces arriesgado. Y en una sociedad donde tanto tienes tanto vales, donde con frecuencia se valora más lo que uno tiene que lo que uno es, la sinceridad puede comportar ciertos riesgos difícilmente asumibles. Por consiguiente, ser sincero es un gran reto en nuestros días, tanto como la sinceridad: una virtud que escasea en nuestro mundo casi tanto como los diamantes. ¿Y por qué? Pues porque la sinceridad ha sido desplazada por el miedo. Y el miedo hace acto de presencia cuando en nuestras vidas escasea el amor (en la medida en que impera uno, el otro mengua).

¿Qué sucederá si le cuento a mi pareja que he tenido una aventura amorosa con otra persona? ¿Qué ocurrirá si mi amigo me pregunta qué tal está la comida que me ha preparado y le contesto que no me ha gustado? ¿Qué pasará si le digo a mi padre que no voy a estudiar la carrera que a le hacía ilusión que yo estudiara? Quizá mi mujer me abandone. Tal vez mi amigo deje de serlo. Puede que mi padre se enfade conmigo. Entonces, para que nada de eso suceda, miento. Aunque, pensándolo mejor, me pregunto, si mi pareja de verdad me ama, ¿me dejará porque yo haya tenido una aventura? Si mi amigo lo es de verdad, ¿dejará de serlo porque yo le diga que no me gusta su comida? Si mi padre desea lo mejor para mí, ¿se enfadará porque yo elija estudiar la carrera que me hace ilusión? En cualquier caso, si mi mujer, mi amigo o mi padre se enfadan o me dejan, ¿terminaré creyendo que no puedo vivir sin ellos? Y, ¿son las mentiras la vía más adecuada para mantener a una persona a mi lado, para conservar mi integridad o para alcanzar mis metas? ¿Contribuyen a incrementar la armonía de mi vida y del mundo en el que vivo?

En cuanto una persona comienza a darse lo que merece (autoestima), tanto más va surgiendo en ella el valor (el amor proporciona fuerza y confianza); el valor que le permite ser sincera sin echarse a temblar por las consecuencias que pueda acarrearle decir la verdad. Por eso, quienes mienten sistemáticamente son los cobardes, es decir, los que se dejan vencer por el temor, los que aún no poseen la madurez necesaria para afrontar responsablemente las consecuencias de sus actos. Una postura contrapuesta a la del valiente: el que no teme perder, el que se permite ser él mismo y se permite igualmente decir la verdad... con todas sus consecuencias.

Si en algún momento habéis mentido, ya conocéis lo que suele suceder al final: que hacen falta varias mentiras para tapar la primera, a lo que hay que añadir que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. En definitiva, que mentir, las más de las veces, no sale a cuenta. Se paga un alto precio por ello. Incluso un político puede llegar a perder el gobierno de un país por decir mentiras. Tenemos ejemplos cercanos de ello...

Así que ya lo sabéis: detrás de alguien que mienta habitualmente siempre habrá un gran temor. Tan cierto como que detrás de alguien que acostumbre a decir la verdad habrá siempre alguien muy valiente. Un ser humano al que, probablemente, le importe mucho más el ser que el tener.

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