Como persona y como terapeuta, me gustaría hablaros en esta ocasión de la importancia que, a mi juicio, tiene el contacto físico entre los seres humanos. Por lo que, para ilustrar el tema, me serviré de un texto que escribí hace ya algún tiempo. Un texto basado en un caso real que vivió un amigo mío. He cambiado los nombres de los protagonistas para preservar su identidad. El diálogo se titula:
LO IMPRESCINDIBLE
- No lo entiendo, Juan: conozco a Pablo desde hace ya un año, y tú, por tu parte, nos conoces a ambos desde hace cinco. Sabes que somos grandes amigos y que siempre procuro dispensarle un trato exquisito. Jamás le falto al respeto ni me dirijo a él de malas maneras. Cada vez que me pide un favor, se lo hago. Cuento con él a la hora de salir por ahí los fines de semana y si me dispongo a planificar algún viajecito. También le he presentado a muchas chicas y con algunas de ellas ha disfrutado de relación fructífera. Le presté dinero hace seis meses, cuando atravesó aquella crisis. Colaboro en las tareas de su casa cuando me aloja en ella como invitado, le escucho con interés y con atención esmerada cuando me cuenta sus problemas e inquietudes, tratando de aportarle soluciones y respuestas a partir de las cuales elabore sus propias conclusiones. Trato, siempre, de resaltar sus cualidades y sus logros cuando noto que le falta la suficiente autoestima. Y hasta dejé de lado mi trabajo cuando estuvo convaleciente durante una semana, tras el accidente. Por eso, me extraña tanto que el otro día se mostrase tan iracundo conmigo a raíz de aquel coloquio que compartimos todos, tras la cena que dio Carmen en su casa. La suya, me pareció una reacción completamente desproporcionada, siendo que yo me limité a exponer escueta y asépticamente mi punto de vista respecto de un asunto que, a fin de cuentas, tampoco revestía tanta importancia, ni nos incumbía a ninguno de los dos directamente. De veras te digo que me asusté al ver cómo se comportó conmigo. Es más, cuando me metí en la cama por la noche, no conseguí conciliar el sueño, tratando de imaginar qué demonios le había hecho yo para provocar en él tamaño enfado. Sin embargo, no he alcanzado a comprenderlo. No sé en qué he podido fallarle.
- Nunca frotas su hombro o su espalda con tu mano, ni le pellizcas las mejillas, ni lo abrazas, ni lo acaricias. Nunca lo tocas, Miguel; nunca.
LO IMPRESCINDIBLE
- No lo entiendo, Juan: conozco a Pablo desde hace ya un año, y tú, por tu parte, nos conoces a ambos desde hace cinco. Sabes que somos grandes amigos y que siempre procuro dispensarle un trato exquisito. Jamás le falto al respeto ni me dirijo a él de malas maneras. Cada vez que me pide un favor, se lo hago. Cuento con él a la hora de salir por ahí los fines de semana y si me dispongo a planificar algún viajecito. También le he presentado a muchas chicas y con algunas de ellas ha disfrutado de relación fructífera. Le presté dinero hace seis meses, cuando atravesó aquella crisis. Colaboro en las tareas de su casa cuando me aloja en ella como invitado, le escucho con interés y con atención esmerada cuando me cuenta sus problemas e inquietudes, tratando de aportarle soluciones y respuestas a partir de las cuales elabore sus propias conclusiones. Trato, siempre, de resaltar sus cualidades y sus logros cuando noto que le falta la suficiente autoestima. Y hasta dejé de lado mi trabajo cuando estuvo convaleciente durante una semana, tras el accidente. Por eso, me extraña tanto que el otro día se mostrase tan iracundo conmigo a raíz de aquel coloquio que compartimos todos, tras la cena que dio Carmen en su casa. La suya, me pareció una reacción completamente desproporcionada, siendo que yo me limité a exponer escueta y asépticamente mi punto de vista respecto de un asunto que, a fin de cuentas, tampoco revestía tanta importancia, ni nos incumbía a ninguno de los dos directamente. De veras te digo que me asusté al ver cómo se comportó conmigo. Es más, cuando me metí en la cama por la noche, no conseguí conciliar el sueño, tratando de imaginar qué demonios le había hecho yo para provocar en él tamaño enfado. Sin embargo, no he alcanzado a comprenderlo. No sé en qué he podido fallarle.
- Nunca frotas su hombro o su espalda con tu mano, ni le pellizcas las mejillas, ni lo abrazas, ni lo acaricias. Nunca lo tocas, Miguel; nunca.
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