Confirmo la experiencia del Dr. Masaru Emoto

Yo había oído decir, y comprobé posteriormente, que algunas empresas dedicadas a la horticultura cultivaban plantas en invernaderos donde sonaba música clásica suave y armoniosa durante todo el día. Y decían hacerlo porque, según ellos, habían comprobado cómo determinadas piezas musicales favorecían el crecimiento y la salud de las plantas.

Asimismo, como aficionado que soy a la cocina, también había comprobado en multitud de ocasiones cómo mi estado de ánimo era un factor determinante a la hora de dar buen sabor a mis guisos. De tal manera que cuando me disponía a cocinar, y mi estado de ánimo o mis pensamientos no eran muy armoniosos, el sabor de los alimentos dejaba bastante que desear. Mientras que el disponer de armonía mental o emocional determinaban, en otros casos, sabores deliciosos en mis platos.

A raíz de todo ello, este pasado invierno se me ocurrió llevar a cabo un experimento para determinar hasta qué punto las palabras y los pensamientos pueden llegar a influir en la materia. Así pues, tomé dos vasos (idénticos) y vertí en ellos agua mineral (la misma para ambos). Les coloqué después sendas etiquetas pegadas y mirando hacia el interior del vaso. En una escribí Te amo y en otra Te detesto. Las dejé actuar durante toda una noche y a la mañana siguiente varias personas y yo decidimos hacer una cata. Nadie pudo saber lo que había escrito en las etiquetas porque yo lo había escrito en clave (funcionó, de todos modos). Los resultados no dejaron lugar a dudas. El vaso con la etiqueta Te detesto contenía un agua con un sabor denso, pesado y un tanto desagradable. Realmente, no es que tuviera mal sabor, pero todos coincidían en adjetivos como dura, densa o pesada. El vaso con la etiqueta Te amo, por su parte, cambió el sabor del agua a ligera, suave y muy agradable. Insisto: nadie supo lo que estaba escrito en las etiquetas hasta que yo les desvelé la clave para descodificarlas. Luego nadie estuvo sugestionado en ningún momento.




Los resultados me parecieron tan asombrosos que decidí llevar a cabo un segundo experimento. Tomé semillas de alfalfa y las coloqué en un plato sobre una tela húmeda de algodón. E hice lo mismo con un segundo grupo de semillas pero sobre otro plato (mismas semillas, mismo tipo de plato, misma agua, misma tela de algodón). Todos los días dedicaba tres minutos a enviar pensamientos amorosos hacia uno de los platos; pensamientos del tipo Te amo, Me gustas mucho y Me caes bien. E, igualmente, dedicaba tres minutos a enviar pensamientos negativos al otro plato; pensamientos del tipo Te detesto, No me gustas y Me caes mal. Al cabo de una semana de germinación, los resultados fueron espectaculares: el plato receptor de los pensamientos positivos contenía unas plantitas altas, fuertes y saludables. Prácticamente, habían germinado todas las semillas. Entretanto, el plato receptor de los pensamientos negativos estaba lleno de semillas sin germinar y de moho, y las plántulas habían crecido menos y más débilmente.

Tres meses después de aquellos experimentos, me enteré de que un japonés llamado Masaru Emoto había demostrado mediante fotografía microscópica cómo los pensamientos y las palabras pueden, efectivamente, influir en la materia, en el agua. De tal modo que palabras y pensamientos positivos son capaces de producir cristales de hielo (al congelarse el agua) perfectamente simétricos y armoniosos. Mientras que palabras y pensamientos negativos producen cristales de hielo amorfos e inarmónicos.

Cristal de hielo en recipiente con etiqueta "Amor y gracias".
Cristal de hielo en recipiente con etiqueta "Me pones enfermo".

Dicho lo cual, me pregunto: si nosotros, los seres humanos, somos agua en un 70%, ¿de qué manera pueden llegar a influirnos nuestros pensamientos o las palabras que pronunciamos? Y, si nuestro planeta también es agua en un 70%, ¿de qué modo pueden llegar a afectarle nuestras palabras y nuestros pensamientos? A fin de cuentas, somos 6000 millones de seres humanos pensando y sintiendo.

Os invito a experimentar. Y que cada cual saque sus propias conclusiones.
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Llevo un par de semanas (escribo esta apostilla el 22-may-2006) cocinando mis platos con agua que almaceno en botellas de vidrio. Estas botellas llevan unas etiquetas (mirando hacia el interior del recipiente) con algunas palabras escritas: Amor, Amistad, Armonía.

Como ya comenté en el artículo precedente, este agua posee un sabor más agradable, ligero y suave que la misma agua sin etiquetas. Pero algo que estoy descubriendo desde hace catorce días es que si se utiliza este agua para cocinar (guisos, cereales, legumbres, etc.), tiende a darle a los platos un sabor delicioso. Al menos, se nota la diferencia con respecto a un agua sin etiqueta.

Estos experimentos me parecen tan extraordinarios y tan asequibles a todo el mundo que os invito a todos/as a que también probéis y experimentéis. Imagino que vuestro paladar no os engañará.

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