Cuando comienza un nuevo año, parece que algo en nuestras vidas empieza de nuevo: nuevos deseos, nuevos proyectos, nuevas ilusiones... Es frecuente pedirle al año entrante algo como salud, dinero, amor y paz. Y respecto a esta última, he llegado a una conclusión que a continuación os comento.
A casi todo el mundo le seduce la idea de un mundo sin guerras, de un mundo sin conflictos, en paz. Pero, ante esta cuestión fundamental, se impone una pregunta: ¿qué podemos hacer nosotros, ciudadanos/as de a pie, para contribuir a la paz del mundo? Aunque tal vez la pregunta podría ser: ¿qué podemos dejar de hacer?
Si nos fijamos bien, las discusiones familiares, los enfrentamientos con amigos, las disputas con jefes o con compañeros de trabajo, los litigios con vecinos o las batallas en países lejanos tienen todos un denominador en común, lo que cambia es la apariencia y las armas de las que uno se sirve para llevar a cabo la contienda: palabras, gestos, puños o misiles. La esencia que comparten, sin embargo, es la misma.
Tal vez una buena manera de contribuir a la paz mundial sea comenzar por dejar atrás nuestras batallas personales. A fin de cuentas, ¿qué es la Paz Mundial sino la suma de las paces individuales de cada habitante de este planeta?
Por otro lado, ¿cabe esperar que la Paz Mundial nos llegue llovida del cielo o en virtud de tratados firmados en el seno de la ONU? Cierto es que existen nobles y destacados personajes públicos que luchan por conquistarla internacionalmente, pero la responsabilidad sobre el conjunto, sobre La Humanidad, recae en todos y cada uno de nosotros.
No se trata de que, de la noche a la mañana, nos convirtamos todos en santos; claro que no. Bastaría con que, poco a poco, dejáramos de hacer la guerra con nuestros familiares, con nuestros amigos, con nuestros conocidos... No es cuestión de cruzarse de brazos y dejar que las cosas sucedan solas. Si nos abandonamos a la inercia, todo seguirá igual, o irá a peor. La solución podría residir, más bien, en abordar nuestros conflictos con los demás de un modo más suave, más diplomático, más amable y más dialogante.
Desde luego, no siempre es tarea fácil, pues, sea como fuere, el coexistir con los seres humanos entraña algunas dificultades y comporta muchos desafíos. Además, la armonía entre las personas no se asienta sobre un equilibrio perfecto y estático. La armonía fluctúa, es dinámica; es decir, aumenta y disminuye a lo largo del tiempo. Pero en mi opinión, y a tenor de mi experiencia vivida, considero que el Universo siempre favorece el encuentro con dicha armonía. O, en otras palabras: que si hacemos un gesto de reconciliación con los demás, de buena voluntad, de simpatía hacia aquellas personas con las que rozamos, la vida nos lo pondrá más fácil que si elegimos hacer la guerra.
A casi todo el mundo le seduce la idea de un mundo sin guerras, de un mundo sin conflictos, en paz. Pero, ante esta cuestión fundamental, se impone una pregunta: ¿qué podemos hacer nosotros, ciudadanos/as de a pie, para contribuir a la paz del mundo? Aunque tal vez la pregunta podría ser: ¿qué podemos dejar de hacer?
Si nos fijamos bien, las discusiones familiares, los enfrentamientos con amigos, las disputas con jefes o con compañeros de trabajo, los litigios con vecinos o las batallas en países lejanos tienen todos un denominador en común, lo que cambia es la apariencia y las armas de las que uno se sirve para llevar a cabo la contienda: palabras, gestos, puños o misiles. La esencia que comparten, sin embargo, es la misma.
Tal vez una buena manera de contribuir a la paz mundial sea comenzar por dejar atrás nuestras batallas personales. A fin de cuentas, ¿qué es la Paz Mundial sino la suma de las paces individuales de cada habitante de este planeta?
Por otro lado, ¿cabe esperar que la Paz Mundial nos llegue llovida del cielo o en virtud de tratados firmados en el seno de la ONU? Cierto es que existen nobles y destacados personajes públicos que luchan por conquistarla internacionalmente, pero la responsabilidad sobre el conjunto, sobre La Humanidad, recae en todos y cada uno de nosotros.
No se trata de que, de la noche a la mañana, nos convirtamos todos en santos; claro que no. Bastaría con que, poco a poco, dejáramos de hacer la guerra con nuestros familiares, con nuestros amigos, con nuestros conocidos... No es cuestión de cruzarse de brazos y dejar que las cosas sucedan solas. Si nos abandonamos a la inercia, todo seguirá igual, o irá a peor. La solución podría residir, más bien, en abordar nuestros conflictos con los demás de un modo más suave, más diplomático, más amable y más dialogante.
Desde luego, no siempre es tarea fácil, pues, sea como fuere, el coexistir con los seres humanos entraña algunas dificultades y comporta muchos desafíos. Además, la armonía entre las personas no se asienta sobre un equilibrio perfecto y estático. La armonía fluctúa, es dinámica; es decir, aumenta y disminuye a lo largo del tiempo. Pero en mi opinión, y a tenor de mi experiencia vivida, considero que el Universo siempre favorece el encuentro con dicha armonía. O, en otras palabras: que si hacemos un gesto de reconciliación con los demás, de buena voluntad, de simpatía hacia aquellas personas con las que rozamos, la vida nos lo pondrá más fácil que si elegimos hacer la guerra.
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