Uno de los mayores escándalos del último siglo: la "obsolescencia programada".

Parece mentira: lo bien entrados, que estamos, en el siglo XXI y la cantidad de averías que tienen nuestros aparatos electrónicos. Eso sin hablar de lo poco que duran. ¿Cómo puede ser que duren menos y se estropeen más fácilmente que aparatos de los años treinta? Desde luego, si te paras a pensarlo por un instante te das cuenta de que en este asunto hay algo que huele mal (por no decir que apesta).

Compras ciertos aparatos, incluso de renombradas y prestigiosas marcas, y te das cuenta de que están fabricados con una serie de propósitos entre los que no se encuentra la durabilidad. Por ejemplo: un cierre, una bisagra o una pestaña que podrían durar décadas si fueran de metal, se fabrican con un plástico enclenque. ¿Por qué? ¿Para abaratarlo un euro?

¿Cómo puede ser que una plancha o un ventilador de la marca Taurus dure menos de un año? ¿Por qué los servicios técnicos de una marca como Sony están abarrotados de televisores, cámaras de vídeo, reproductores de DVD u ordenadores? ¿Por qué la batería de un iPod dura poco más de un año y luego no se puede cambiar si no es pasando por un servicio técnico (que te cobra lo que le da la gana)? ¿Por qué es tan extraño que un ordenador portátil no dé problemas después de un par de años de uso? ¿Por qué cualquier empleado de una tienda de electrónica te recomienda que te cambies de impresora si se te ha estropeado, que arreglarla te costará más que una nueva?

Algunos llamarán a todo esto casualidad. Yo lo llamo tomadura de pelo en toda regla. ¿Y quiénes son los que intentan tomarnos el pelo? Pues muy fácil: las multinacionales y los gobiernos que se subrogan a ellas. Así de simple: delincuentes unos y delincuentes otros.

Menos mal que en este infame mundo (lo que nosotros hemos hecho de él, ni más ni menos) nos queda Internet: el gran aliado para destapar la verdad.

Y es que el otro día voy y me entero de que lo que para mí era una sospecha desde hacía años tiene nombre y apellidos: obsolescencia programada. Ahí queda eso.

(Fuente: periódico www.publico.es). Resulta que todo esto empezó en la década de los veinte. Thomas Alva Edison quería crear una bombilla que iluminara el mayor tiempo posible. En 1881 puso a la venta una que duraba 1.500 horas. En 1924 se inventó otra de 2.500 horas. Con la sociedad de consumo en ciernes, aquello no era una buena noticia para todo el mundo. Diversos empresarios empezaron a plantearse una pregunta inquietante: ¿Qué hará la industria cuando todo el mundo tenga un producto y este no se renueve? Una influyente revista advertía en 1928 de que un artículo que no se estropea es una tragedia para los negocios.

Un poderoso lobby, el cártel Phoebus, presionó para limitar la duración de las bombillas. En los años cuarenta consiguió fijar un límite de 1000 horas. De nada sirvió que en 1953 una sentencia revocara esta práctica, porque se mantuvo. No salió al mercado ninguna de las patentes que duraban más (una de ellas, 100.000 horas). ¿No es increíble?

Tras el crash del 29, Bernard London introdujo el concepto de obsolescencia programada y propuso poner fecha de caducidad a los productos. Esto animaría el consumo y la necesidad de producir mercancías, declara la hija del socio de London. Encuentro que era una idea genial: las fábricas continuarían produciendo, la gente seguiría comprando y todo el mundo tendría trabajo.

En los años cincuenta la sociedad de consumo se había instalado en todo Occidente. El diseñador industrial Brooks Stevens sentó las bases de esa obsolescencia programada: Es el deseo del consumidor de poseer una cosa un poco más nueva, un poco mejor y un poco antes de que sea necesario. Ya no se trata de obligar al consumidor a cambiar de tecnologías, sino de seducirlo para que lo haga.

Las fibras de nailon que crearon medias irrompibles no duraron mucho tiempo en los mercados. No convenía. Tampoco una presunta fibra que repelía la suciedad. Ni los motores de las neveras que duraran años y años. Programan estos cacharros para que cuando los hayas acabado de pagar se rompan, se quejaba el protagonista de Muerte de un viajante, de Arthur Miller.

El caso de Apple

¡Y eso que es una compañía que presume de ecologista!

Para los defensores de la reparación de los aparatos electrónicos, el representante del enemigo a batir es Apple. Dejando aparte los importantes problemas de funcionamiento de algunos de sus últimos lanzamientos, incluye en muchos de sus productos baterías de iones de litio, que aguantan entre 200 y 300 ciclos de carga (cuando podrían durar más de 1500). Con un uso continuado y diario esto se traduce en una vida media no superior a 18 meses antes de que la autonomía del aparato se reduzca drásticamente.

Cualquier usuario que se atreva a cambiar la batería de un iPod, un iPad o un iPhone sin conocimientos suficientes o las debidas herramientas, se dará cuenta de que es una tarea imposible. Nada que ver con la batería de muchos teléfonos de Nokia, que se puede reemplazar fácilmente en pocos segundos.

Lo que está colmando la paciencia de los consumidores es la política de muchos fabricantes, que cobran cifras abusivas por la reparación de los dispositivos averiados fuera del periodo de garantía. La mayoría de esos consumidores, dadas las circunstancias, ni siquiera se plantea arreglar el aparato. Ofrecen al usuario reemplazar el producto averiado. Lo sustituyen por uno nuevo o por uno reparado de forma indiscriminada. Sólo unos pocos fabricantes cobran menos en el supuesto de las sustituciones por aparatos reparados.

Reparaciones a precio de oro

De nuevo aquí puede servir de ejemplo Apple. En su sitio web figura una lista de los precios de la reparación de diversos modelos de reproductores MP3 para el mercado español. La pertinencia del enfado de los consumidores se entiende fácilmente al comparar los precios de las reparaciones oficiales con lo que le cuesta al usuario arreglarlo él mismo. Valga como muestra el iPod Mini. Según la página web de Apple, la sustitución de la batería cuesta entre 60 y 71 euros. La batería de reemplazo sale en Internet poco más de 15 euros, incluyendo los gastos de envío por correo ordinario. ¿Se comprende, pues, lo escandalosamente abusivo que es este proceder?

La situación se agrava cuando se trata de otro tipo de reparación. Arreglar un iPod Mini de segunda generación, ¡cuesta 200 euros! (habéis leído bien), independientemente de si se ha roto el disco duro de 6 GB, que como pieza vale unos 60 euros, o la pantalla LCD, que cuesta unos 20 euros.

Ahora bien, Apple no es el único fabricante que cobra precios abusivos por las reparaciones. En realidad, el concepto de obsolescencia planificada data de la década de los años veinte del siglo pasado, y es prácticamente norma obligada dentro de la industria de la electrónica de consumo, que logra acortar el ciclo de vida incluso antes de que transcurra el plazo legal de garantía de dos años. Los productos jubilados prematuramente, que todavía funcionan o presentan averías de fácil solución, se convierten en basura en menos de lo que tarda el consumidor en firmar el recibo de la tarjeta de crédito.

¿Y a que no sabéis adónde van esos productos electrónicos cuando se tiran a la basura? Pues a países del tercer mundo (como Ghana), en los que adultos y niños rebuscan y queman los desperdicios de los gigantescos vertederos para vender como chatarra componentes como el cobre. Por supuesto, pagándolo carísimo con su salud.

En fin, ¿para qué seguir hablando cuando un vídeo vale más que mil palabras?



Asuntos como este bien merecerían una revolución, o que, por lo menos, los consumidores comencemos a movilizarnos, a tomar cartas en el asunto, denunciando a estas empresas, boicoteando la compra de sus productos, y, por supuesto, difundiendo estas informaciones al máximo por Internet.

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