Autoridad y autoritarismo en la educación de los hijos

Yo a mi hijo deseo darle todo lo que yo no tuve de pequeño. O bien: Quiero tanto a mi hijo que haría todo lo posible para que no sufriera en la vida. ¿Os suenan estas frases? Parecen cargadas de buenas intenciones, pero el llevarlas a cabo a menudo acarrea consecuencias verdaderamente dramáticas, tanto para los padres como para los hijos. Sobre todo, a la larga.

Hemos pasado de una generación de niños que fueron ampliamente reprimidos y con carencias materiales a otra de niños (y adolescentes) a los que se les consiente y se les da todo. Y los extremos nunca son armónicos ni saludables. Sí, esto es una palpable y cotidiana realidad a la que podríamos sumarle otro factor crucial: el concepto de autoridad, tremendamente denostado en nuestros días, dicho sea de paso, y que muy frecuentemente se confunde con autoritarismo; siendo que, en realidad, nada tiene que ver el uno con el otro.

Autoridad, etimológicamente, implica el concepto de hacer crecer o de ayudar al desarrollo, mientras que el de autoritarismo comporta un uso inapropiado o un abuso de la autoridad.

Pero antes de desarrollar el tema de la autoridad, y si de lo que hablamos es de la educación de los hijos, habría que decir que es del todo pretencioso, e improductivo, pedirle (menos aún, exigirle) a un hijo lo que los padres no le han dado primero. Si un padre no es maduro, responsable, seguro de sí mismo o sincero, ¿cómo puede pretender que lo sea su hijo? ¿En virtud de qué? Porque si no son los padres los que le inculcan esos valores o cualidades, (la pregunta del millón de dólares es) ¿quién se supone que ha de inculcárselos? Inculcárselos, por supuesto, con el ejemplo.

Más importante que el dinero, para darle una buena educación a un hijo, lo que hace falta es haber desarrollado uno aquello que pretende trasladarle, y, segundo, y fundamental: TIEMPO. Si una pareja se plantea tener hijos y considera seriamente que no va a tener tiempo para educarlos, más valdría que reconsiderara esperar a una mejor ocasión. Y es que no sé si todos/as los/as que estáis leyendo esto sois padres/madres, pero seguro que todos/as habéis sido hijos/as alguna vez. Por eso mismo, doy por hecho que, si pudierais elegir, preferiríais tener unos padres que pudieran dedicaros, cuanto menos, un mínimo de tiempo para ser educados, mucho antes que otros que prescindieran de ese (diría yo) sagrado cometido.

Lo cierto es que un niño pequeño, si no cuenta con la asistencia, con la guía y con el apoyo de sus padres (o alguien que, a todos los efectos, haga de padre/madre), crecerá sintiéndose inseguro, confuso y con miedo. Pero, eso sí, tan importante como concederle lo que le corresponde es denegarle lo que no. Es oportuno que los niños, ya desde muy pequeños, se acostumbren a escuchar el y el no; ambos. Porque va a ser eso lo que luego se van a encontrar en la vida. Si solamente les acostumbramos al sí, más tarde, de adultos, no aceptarán un no por respuesta. Y si no están acostumbrados al no, el escucharlo dirigido hacia ellos, les causará una enorme frustración. Frustración que muy probablemente derivará en ira (agresividad, violencia) o en tristeza (angustia, depresión). De hecho, estas conductas son algo muy común, que ya podemos observar cotidianamente en gran cantidad de adolescentes. Y es llegados a este punto, concretamente, cuando conviene discernir claramente la diferencia entre autoridad y autoritarismo.

Asimismo, muchos de los conflictos que surgen entre padres e hijos derivan del hecho de que los primeros actúan de forma autoritaria con los segundos. Es decir, les exigen de formas poco delicadas algo que nunca les han dado (educación), algo que no han aprendido ni desarrollado sus hijos y que no poseen... porque nunca jamás lo han mamado de su entorno. ¿Cómo pedirle al olmo que dé peras? Luego, los hijos se rebelan. Ahí es donde surgen las diferencias.

Evidentemente, la solución no estriba en actuar con mano dura y de forma autoritaria. Las dictaduras generan opresión (más dolor y odio). Y el exceso de presión suele desembocar, las más de las veces, en explosiones de violencia.

Se trata, en todo caso, de ejercer la autoridad en su justa medida; ni más ni menos. A saber, con determinación y asertividad. Simplemente, para que al crío le quede claro, sin dudas, qué es lo que pretende el adulto. Además, no siempre son necesarias las palabras. A veces puede bastar un gesto firme para hacer significar claramente un mensaje.

Permitid que insista en esta cuestión: amar a un hijo no es darle ni consentirle todo. Eso es una forma de cariño erróneamente entendida, y en gran medida perniciosa, pues no es esa la verdadera necesidad del niño. Aquí se hace conveniente distinguir necesidad de capricho. Una necesidad en un crío es el valor, o el sentirse seguro, un capricho es salir hasta altas horas de la madrugada o pedir hacer un viaje con los amigos sin haber hecho nada para merecerlo; por ejemplo.

Por otro lado, está el tema de la libertad. Evidentemente, un niño no puede hacer lo que quiera cuando quiera... por el hecho de ser un niño. El adulto que lo tutela es la persona adecuada para dosificarle esa libertad y enseñarle (siempre con el ejemplo, por supuesto) lo imprescindible de que aquélla siempre vaya acompañada de responsabilidad (o sea, la capacidad para dar la respuesta adecuada en cada momento).

Aunque no menos importante es el hecho de que muchas veces los padres poseen carencias afectivas o escasa autoestima, e, inconscientemente, ven en los hijos una fuente de gratificación emocional, es decir, personas de las que pueden obtener cariño, atención o reconocimiento. Por lo que, merced a esta visión, terminan subyugándose a la tiranía de sus vástagos. Por descontado, en estos casos se hace necesario que los padres reconozcan su propia condición y que se planteen distintas vías para poder crecer en valores y en la autoestima. Fundamentalmente, para que busquen en sí mismos la fuente de su plenitud y no en sus hijos.

Y por último: no pretendamos que los niños o los adolescentes dejen de serlo de la noche a la mañana. Ellos tienen su propia idiosincrasia, que no es la de un adulto formado y maduro, y su propio proceso, que requiere de un tiempo. Entiendo que el rol de los adultos, más que otra cosa, consiste en acompañarles, guiarles y proporcionarles herramientas y recursos para que entren en la edad adulta con la suficiente confianza y seguridad en ellos mismos. Y para que puedan afrontar con el mayor grado de armonía posible los desafíos inherentes a esa nueva etapa de la vida.

Comentarios