Más importante que lo que entra por nuestra boca: lo que de ella sale.

Más de uno/a podría creer a priori que para un educador de la alimentación, como yo, lo más importante sea lo que entra por la boca de la gente. Pero el tiempo me ha demostrado que mucho más importante que lo que entra por nuestra boca es lo que de ella sale.

Por supuesto, no le restaré importancia a lo que comemos. Claro que no. De hecho, coincido totalmente con Hipócrates cuando dijo: Somos lo que comemos. Sobre todo, si tenemos en cuenta que alimento no es sólo lo que se come sino todo aquello que el individuo vive (y en particular, de lo que aprende).

Los nutrientes físicos (alimentos, aire, Sol y agua) son la base primordial sobre la que se asienta nuestro organismo y nuestro cuerpo, es decir, la materia tangible de la que estamos hechos. Y los nutrientes no físicos (como las personas con las que compartimos, los lugares que visitamos, los libros que leemos, las películas que vemos, los conocimientos y las experiencias que adquirimos y, por encima de todo, el amor en cualquiera de sus facetas) son los que alimentan nuestra mente y nuestro espíritu. Los unos sin los otros harían de nosotros personas con carencias (nutricionales, físicas, emocionales, afectivas, culturales, etc.) más o menos importantes, que, a la postre, nos alejarían del bienestar, de la armonía y del equilibrio.

Con todo, los seres humanos somos una especie animal que ha desarrollado, más que ninguna otra, su cerebro; y, con él, nuestra capacidad y potencial intelectuales (otra cosa es lo que hagamos con éstos). Una de dichas capacidades es el habla, y, en particular, la expresión y la comunicación. Por eso, solemos verbalizar mediante exclamaciones, interjecciones, expresiones, diálogos, conversaciones, charlas, conferencias, discursos o alocuciones aquello que sentimos y pensamos en cada momento de nuestras vidas.

Nuestra palabra, hecha voz, pronunciada, es la que expresa lo que somos, y la que, al mismo tiempo, va determinando cómo es nuestra realidad cotidiana. Sucede cada vez que aseveramos, decretamos, sentenciamos, afirmamos o negamos algo. Máxime, si lo hacemos con convicción y con una cierta carga emocional. Por lo que podríamos asegurar que aquello que decimos ahora es lo que tenderá a convertirse en la realidad que vivamos posteriormente.

Es por ello que si una persona cuida esmeradamente su alimentación (lo que entra por su boca) pero descuida sus palabras (lo que sale de ella), de tal modo que éstas se vuelvan en su contra, sea poco probable que pueda disfrutar del necesario bienestar y de la felicidad.

Además, nos alejamos de la armonía, de la salud y del equilibrio si utilizamos nuestras palabras para:

- mentir, engañar o tergiversar;
- sembrar la semilla de la discordia entre las personas,
- manipular a los demás,
- insultar, difamar o criticar;
- infundir temor,
- despertar la ira,
- pronunciarnos sobre asuntos o cuestiones que desconocemos,
- expresar pesimismo y desconfianza,
- desanimar, desalentar o desilusionar;
- prejuzgar o juzgar a la gente,
- sonsacar,
- entrometernos en vidas ajenas, etc.

Sin embargo, creamos armonía, salud y equilibrio en nuestras vidas si utilizamos nuestras palabras para:

- decir la verdad,
- propiciar la fraternidad y la reconciliación entre los seres humanos,
- elogiar a las personas por sus logros y reconocer sus méritos,
- expresar dulzura, cariño o afecto;
- infundir valor y coraje,
- calmar a quien está tenso o nervioso,
- expresar optimismo y confianza,
- animar, alentar e ilusionar;
- interesarse de corazón por la vida de los demás, etc.

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