Una experiencia muy emocionante


Hace cosa de diez años, una señora muy elegante, educada y encantadora acudió a una de mis conferencias sobre el origen emocional de las enfermedades y me abordó con mucha delicadeza al final de la misma. Después de presentarse, me hizo una proposición bastante inusual: invitarme a comer a su casa para que conociera a su hijo, que estaba muy enfermo; a lo que accedí con mucho gusto.

La referida señora vivía sola con él y con dos personas a su servicio, en un palacete de la calle de la Paz de Valencia. La casa más lujosa que he visitado en mi vida. En verdad, me quedé boquiabierto. De hecho, aún recuerdo, como si fuera ayer, el Sol de verano entrando a raudales por los amplios ventanales del salón e inundando con sus rayos unas alfombras persas de vívidos colores anaranjados. Desde esa perspectiva de luminosidad, tibieza y buen gusto nada presagiaba que en esa noble casa se estaba viviendo un auténtico drama.

El hijo de Brigitte, la señora, un muchacho de veintitrés años por aquel entonces, era fuertemente adicto al alcohol. Una adicción que había arruinado por completo su vida y su salud, habiendo perdido un magnífico trabajo y a una novia que tenía desde la adolescencia.

Aunque Antonio medía sobre uno ochenta, pesaba poco más de cincuenta quilos. Y su aspecto era tan lamentable, estaba tan demacrado el pobre, que me impresionó sobremanera.

Después de la comida, mantuve con él, a solas, una larga conversación sobre temas muy variados: astronomía, filosofía, informática... Antonio, pese a su temprana edad, había leído cientos de libros debido a una curiosidad insaciable que le movía desde pequeño. Era una persona extraordinariamente culta. Hablaba perfectamente inglés, francés, alemán y noruego. Su lenguaje era perfecto, como el de un académico. Y a pesar de su palpable deterioro físico, le envolvía una extraña y todavía palpitante aura de dignidad y de exquisitez. Lo cierto es que nunca llegué a entender muy bien cómo el alcohol pudo arrebatárselo casi todo y dejarle intacta su buena educación, sus maneras impecables de alta cuna, y una bondad tan desacostumbrada que, como los diamantes, es difícil de encontrar en nuestro mundo.

Los serpenteantes y espinosos senderos de la vida de Antonio convergían en un callejón sombrío, sin salida y con olor a muerte. Desembocaban en una derrota implacable que se dejaba sentir claramente en sus palabras: No pierdas tu tiempo conmigo, Carlos. No quiero ayuda de nadie. Sé que voy a morir y lo acepto. Será una forma eficaz de liberarme de la crueldad de este mundo.

La crudeza de esas palabras desnudas me llegó tan adentro en mis entrañas que me engendró una súbita e intensa pena, como nunca antes había sentido. Era como si, por un instante, Antonio y yo hubiésemos sido una sola persona. Y lo que él sentía en aquel momento de desolación y desesperanza, por alguna razón misteriosa, pude sentirlo yo también; exactamente igual que él.

Justo después, una mezcla de rabia y fe ciega me invadió. Miré a Antonio a sus ojos, le cogí con fuerza su mano y le espeté con mucho énfasis: Tú no vas a morir, Antonio. Tenlo muy claro. Vas a recuperarte por completo. No tengo ninguna duda de ello. Veo dentro de ti una fuerza tal que tú mismo no podrías imaginar. Y tengo la seguridad absoluta de que algún día nos veremos por la calle y estarás tan bien, tan lleno de salud y de felicidad, tan renovado, que ni te reconoceré.

Era cierto lo que le dije a Antonio. No fueron palabras para regalarle los oídos. No sé por qué, pero una emoción muy intensa dentro de mí me impulsó a hablarle de ese modo. Me nació del corazón. Como un torrente de certezas que ninguna clase de duda pudiera refrenar.

Después de escucharme, como un pequeño milagro, vi encenderse en los ojos de Antonio sendas antorchas. Unas luces titilantes como estrellas que desplazaron su mirada oscura y opaca de hacía unos instantes. Y a continuación, rompió a llorar.

Unos días más tarde, me llamó Brigitte para comunicarme que Antonio se había marchado a vivir a Noruega durante una temporada. Pero ya no volví a saber nada más de él.

La experiencia muy emocionante que da título a este texto tiene que ver con que esta misma tarde, cerca de la calle de la Paz, casi después de diez años, me he reencontrado con Antonio.

Al parecer, mis palabras de aquel entonces se erigieron en sentencia, porque Antonio seguía vivo. Se había recuperado por completo. Estaba felizmente casado con su novia de la adolescencia, y también disfrutando de un nuevo y exitoso trabajo. Pero lo más sorprendente de todo es que, tal como le vaticiné en su día, no lo he reconocido por la calle. Ha sido él el que me ha parado.

Después de esta mágica experiencia compartida, de este encuentro, de todo menos casual, no es de extrañar que ambos nos hayamos dado un gran abrazo...

...mientras llorábamos como dos magdalenas.

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