Un texto que podría cambiar tu vida


Creo que nunca antes me había dispuesto a escribir un artículo con la sensación de querer compartir algo tan importante con los demás.

Veréis, me he dado cuenta de que cada ser humano que he conocido en esta vida tenía, como mínimo, alguna herida importante en su ser. Normalmente, relacionada con episodios vividos en la infancia y que tienen que ver con el rechazo, el abandono, la humillación, la traición o la injusticia.

En la relación del ser humano con sus semejantes, esas heridas tienden a aflorar más tarde o más temprano; es una cuestión de tiempo. Especialmente, con aquellas personas más cercanas a nosotros y con las cuales mantenemos alguna clase de vínculo afectivo.

Estas heridas, como digo, salen a la superficie desde el inconsciente y a menudo causan conflictos entre las personas. Si además, estos conflictos se prolongan en el tiempo fácilmente provocan un desgaste, tanto en el propio individuo como en sus relaciones.

Sanar estas heridas y superar los conflictos que de ellas se derivan me atrevería a decir que es el mayor reto al que se enfrenta un ser humano. Yo, al menos, no he conocido uno más grande.

Cuando estas heridas afloran en el seno de una relación entre dos personas es normal que en algún punto se trate de racionalizar el conflicto para intentar resolverlo mediante el diálogo. Sin embargo, la experiencia me ha demostrado que no siempre es fácil establecerlo, y aunque se establezca el entendimiento y posterior acuerdo entre las partes (suponiendo que se consiga llegar a ese punto) nunca es una garantía de nada. Ni menos aún de que ese conflicto se vaya a resolver definitivamente.

Hoy he caído en la cuenta de algo que nunca antes me había parado a pensar: 

Esas heridas se suelen producir en la infancia. Quien las vive como protagonista es un niño. Y los niños, hasta los siete años, aproximadamente, viven en un universo emocional, no racional.

Aunque la herida se manifiesta en un adulto, quien verdaderamente la siente no es éste sino su niño interior. El adulto se puede dar cuenta de que lo que siente es rechazo, o abandono, o humillación, por ejemplo, pero es su niño interior el que siente miedo, o dolor, o rabia, o ira o sufrimiento. Por tanto, lo que apacigua y cura a ese niño interior herido y dolido, a ese niño que sufre, no es un buen argumento, ni una explicación, ni una exigencia, ni un acuerdo.

Cuando el niño que hay dentro del adulto manifiesta su herida puede expresar rabia, ira, agresividad, desconsideración, rudeza... pero en ese momento el adulto está en lo emocional, no en lo mental. Por lo tanto, los argumentos, las explicaciones, las exigencias y los reproches no pueden surtir efecto sanador alguno. Porque repito: el adulto está en lo emocional, no en lo racional.

Tengamos presente esto: LAS EMOCIONES DOLOROSAS SE SANAN CON EMOCIONES AMOROSAS. Entender esto es de una importancia capital.

Un niño que ha sido rechazado, abandonado, humillado, traicionado o tratado con injusticia necesita, sobre todo, y por encima de todo, calor, cariño y corporeidad (besos, abrazos y caricias); no palabras. Las palabras, el diálogo, los argumentos y los acuerdos (marcar límites) pueden ser útiles, pero sólo en el momento adecuado. Y nunca serán tan importantes como el afecto. Nunca.

A veces, cuando surge el conflicto con otra persona nos olvidamos de su niño interior herido. En ese momento, sólo vemos a un adulto que no nos está tratando como creemos que merecemos. Y su comportamiento nos despierta, a su vez, a nuestro propio niño herido, ese que una vez, de pequeño, fue rechazado, o humillado, o traicionado... Lo que implica entrar en un bucle del que es casi imposible salir victorioso, pues de ahí sólo surgen nuevas heridas y desencuentros.

He comprendido que la mejor opción para lidiar con la herida de otra persona, para no quemarse uno en el intento, y sobre todo para ayudarle a sanarla es olvidarse de las palabras en el momento más conflictivo. Conviene, en ese preciso instante, renunciar a las peticiones (aunque sean amables), al afán de diálogo, a racionalizar el conflicto, a la exigencia... Tampoco, urgir al otro para llegar a un acuerdo o a un compromiso. Conviene, en ese momento justo, más que en ningún otro, echar mano de tu mejor sonrisa, de tu abrazo más tierno o de una dulce caricia.

Estos gestos son los que, definitivamente, pueden marcar la diferencia entre crear armonía o acrecentar el conflicto con el otro, entre sanar las heridas de ambos o hacerlas sangrar en abundancia; entre ganar o perder...

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